Comenzamos un nuevo año litúrgico. Aquí lo nuevo no es la novedad absoluta, sino la renovación de lo antiguo. No se trata de adquirir una nueva fe, sino de renovar la fe que tenemos y que se nos ha quedado un poco gastada, anquilosada, abúlica, esclerotizada, rutinaria… “O renovarse o morir”, dice un adagio castellano. Por eso hay que volver a empezar el recorrido litúrgico, esta especie de retorno anual que nos hace revivir los acontecimientos de la vida de Cristo, desde su nacimiento (Navidad) hasta su muerte y resurrección (Pascua) y envío del Espíritu Santo (Pentecostés). Son festividades que se repiten, pero que podemos vivir (y de hecho vivimos) con nuevo espíritu, en situaciones anímicas diferentes, más maduros o mejor dispuestos para recibir lo que Dios quiere darnos: su gracia salvadora, la experiencia de su amor.
Y comenzamos de nuevo con el Adviento, esto es, volviendo nuestra mirada hacia (ad) el que viene (venientem). Pero el que viene a nosotros hoy (en sus diferentes modos de presencia sacramental) es también el que vino en carne mortal, en Belén de Judá, y el que vendrá en gloria, no sabemos cuando, al final. No se trata, por tanto, de vivir sólo mirando al pasado, como los que viven de recuerdos, sumidos en la gruta de su propia melancolía. Tenemos pasado y no renunciamos a él. Nuestra fe es también tradición y se funda en unos hechos históricos que acaecieron hace ya unos siglos. Son los hechos que tejen la biografía de nuestro Señor Jesucristo.
Pero no vivimos exclusivamente del recuerdo de aquellos hechos dramáticos y triunfantes. Vivimos del presente de una realidad transfigurada y misteriosa, vivimos pendientes del que viene a diario a nuestras vidas en su presencia sacramental, vivimos de su palabra y de su eucaristía, vivimos de su amistad consoladora, gozosa y estimulante, vivimos de su trato y compañía, alentados por su amor y guiados por sus directrices y orientaciones, vivimos de su Espíritu. Pero nuestro presente no se clausura en sí mismo como si fuera eterno. Un presente (temporal) sin futuro es un tiempo sin horizonte, encerrado en sí mismo. El presente necesita del futuro para no perecer en su fugacidad.
Nuestro adviento tiene no sólo un futuro temporal, sino eterno. Es sobre todo un fijar la mirada en el que vendrá como juez, como restaurador, como salvador universal. Y ése no es distinto del que ha venido, aunque venga de manera distinta, a saber, manifiesta, pública, radiante. Pero el momento de esa venida nos es desconocido, y por muchas señales que nos den, nos seguirá siendo desconocido. De ahí la recomendación evangélica: velad, porque no sabéis cuando vendrá… si al atardecer, a medianoche o al amanecer: no sea que venga inesperadamente.
Así es como vendrá: inesperadamente, porque así es como viene también, inesperadamente, como esa muerte que nos sorprende, bien porque se anticipa, bien porque se retrasa. Pero el carácter intempestivo de su venida no nos impide esperar; al contrario, el que vela, espera. Hay que esperar velando (despiertos, activos), pero velando con esperanza; pues el que vendrá es el Libertador, por tanto, alguien esperado (=deseado), no temido. Si no tememos al que viene, porque le tenemos por amigo, tampoco hemos de temer al que vendrá, porque sigue siendo el mismo amigo, aunque venga haciendo ostentación de poder.
Se trata del mismo Jesús, aunque en diferente condición. Por tanto, ¡velad! Esta es la gran consigna del adviento. Estad vigilantes para no dejaros seducir por el mundo y sus ofertas de aparente felicidad –en realidad, de placer, de poder, de dinero, de saber, etc-, para no dejaros absorber por lo visible olvidándoos de Dios, que se encuentra más allá de lo visible, en lo invisible. Y manteneos firmes en la esperanza del que vendrá, porque realmente vendrá para poner de manifiesto la verdad, para sacar a la luz lo que esconden las tinieblas. Él lo hará en vosotros, nos dice san Pablo: os mantendrá firmes hasta el final. Para alcanzar la meta se requiere firmeza y perseverancia.
Esto es muy importante hoy, en un tiempo en el que se impone la vacilación y la carencia de convicciones o principios, eso que Benedicto XVI llamó dictadura del relativismo. Y hay que esperar esta venida con el anhelo que revelan las palabras del profeta: ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia! Con esta expresión Isaías deja escapar de sus labios un deseo vehemente, suscitado por la urgencia del momento, que reclama una presencia más palpable y manifiesta de Aquel cuyo nombre es nuestro redentor; porque lo que él espera es un redentor capaz de sacarles de su impureza y estado de culpa, de su ignorancia y olvido culpables. Nadie invocaba tu nombre –dice-, ni se esforzaba por aferrarse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas al poder de nuestra culpa.
Hoy se habla de eclipse de Dios. ¿Qué otra cosa significa esta expresión que el ocultamiento del rostro de Dios? En esta situación tan antigua y tal actual Isaías clama: Vuélvete a nosotros, muéstranos tu rostro… ¿Por qué endureces nuestro corazón para que no te tema? Porque tú eres nuestro padre y nosotros obra de tu mano. Desconocer al que nos ha hecho es una triste y grave ignorancia. Por eso, restáuranos, decimos con el salmista, que brille tu rostro y nos salve. Restáuranos, devuélvenos la vista para verte, danos la luz de la fe para que podamos siquiera divisar tu rostro de Padre. Sin esta luz permaneceremos en la oscuridad, en la ignorancia de nuestra condición filial y de lo que nos espera, en la ignorancia de los que somos (hijos de Dios) y de lo que nos prometes y regalas: esa herencia prometida que es la vida misma del Hijo. Y Él es fiel, concluye el Apóstol, fiel a sus palabras, fiel a sus promesas, fiel a su alianza o compromiso de amor.
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