1.- “Tú, Señor, eres nuestro Padre…” (Is 63, 16) A la entrada del nuevo año litúrgico, la Iglesia nuestra Madre, nos pone en los labios y en el corazón esa plegaria del profeta Isaías, para que la hagamos nuestra, para que desde lo más profundo de nuestro ser le digamos al Señor que es nuestro Padre, para que nos preguntemos por qué nos alejamos de él, y por qué el corazón se endurece y se torna insensible al amor divino, impávido ante la terrible amenaza de un castigo eterno.
“Ojalá rasgaras el cielo y bajaras, derritiendo los montes con tu presencia”. El profeta clama para que la grandeza del Señor se ponga de manifiesto, a ver si así reaccionamos de nuestra indolencia y nos convertimos a él de una vez para siempre. Pero el poder destructor, capaz de derretir las rocas, es menos convincente y persuasivo para el hombre que la fuerza del amor divino. Por eso Isaías recurre al recuerdo de la bondad del Señor para mover nuestro corazón. Jamás se ha oído ni se ha visto nada parecido al amor de Dios por nosotros, jamás nadie ha hecho por nosotros lo que el Señor de cielo y tierra hizo por ti y por mí. Él ha bajado desde lo más alto hasta lo más bajo, él ha dejado su poder y su gloria para revestirse con la carne de un niño recién nacido. Dios se ha hecho hombre y ha plantado su tienda de acampada entre nosotros.
“Sales al encuentro del que practica la justicia…” (Is 64, 5) Practicar la justicia es, según el lenguaje bíblico, practicar el bien, hacer en cada momento lo que es justo; en una palabra, cumplir la voluntad de Dios. Por eso es lógico que el Señor salga al encuentro de quien busca de continuo agradarle, mediante el cumplimiento de su Ley. Caminemos, por tanto, por los senderos del bien y así nuestra ruta estará enderezada hacia Dios, hacia su encuentro gozoso.
A pesar de quererlo así, nos empeñamos en caminar por los vericuetos del egoísmo y de la sensualidad, nos manchamos y nos degradamos con toda clase de miserias, quedamos -dice Isaías- como un trapo sucio y repugnante. “Y sin embargo, Señor, -sigue el profeta-, tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: Todos somos obra de tus manos”… Isaías no se desalienta ante la miseria propia o ajena. Él sabe que Dios es bueno y misericordioso, inclinado al perdón y a la compasión con quienes acuden a él, arrepentidos y apenados, deseosos de reparar y de volver a empezar.
2.- “Pastor de Israel, apresta el oído. Tú que conduces a José como un rebaño…” (Sal 79, 2) Pastor de Israel, Pastor del Pueblo escogido, Pastor de la Iglesia. Sí, Dios es quien guía a los suyos hasta lugares tranquilos y seguros… Muchas veces se nos presenta el Señor bajo la figura entrañable del pastor que camina junto a sus ovejas, que se pasa horas y horas vigilando mientras la grey pasta perezosamente, o se enfrenta con valentía contra las fieras que puedan hacer algún mal a su rebaño.
Él nos dijo: Yo soy el Buen Pastor y conozco a mis ovejas, una por una; y éstas me conocen a mí, escuchan mi voz, y son dóciles a mis silbidos. Me siguen, caminan por los parajes que yo les voy llevando, día a día… Jesús es, sin duda, nuestro Buen Pastor. Pero, ¿y nosotros? ¿Pertenecemos en realidad a su rebaño?, ¿somos dóciles a su voz?, ¿le escuchamos al menos?
“Dios de los ejércitos, vuélvete ya, mira desde los cielos y contempla y visita a esta viña” (Sal 79, 15) De nuevo una sencilla comparación, tomada de la vida del campo, de nuevo una metáfora de honda raigambre bíblica. En efecto, ya el profeta Isaías cantaba el bello poema de la viña que el Señor plantó con esmero, cultivó con mimo y guardó vigilante. Viña de la que era justo esperar una cosecha copiosa, abundancia de racimos jugosos, apretados y dulces. Y sólo dio agrazones, verdes pámpanos, fuertemente agrios.
Más tarde diría Jesús: Yo soy la vid verdadera y vosotros los sarmientos. Mi Padre es el labrador que corta los sarmientos inútiles y los arroja al fuego eterno, el que poda los sarmientos sanos, para que den más fruto… ¡Cuántas enseñanzas se desprenden de estas comparaciones, tan bucólicas y tan sencillas! Piensa un poco en el silencio de la oración, considera que son palabras que el Señor te dirige a ti, de forma personal, con la misma ilusión que entonces, repitiendo la misma queja amorosa, el mismo deseo y anhelo de tu arrepentimiento interior y de tu conversión.
3.- “Hermanos: la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean con vosotros” (1 Co 1, 3) Así escribía san Pablo a los cristianos de Corinto. Un saludo epistolar que la Iglesia recoge para dirigirlo ahora a cada uno de nosotros. Un saludo que es una oración, un deseo de que nuestro espíritu goce de la gracia y la paz de Dios. Sí, la Iglesia nuestra Madre, ruega por nosotros cada día. Hay miles de hombres y de mujeres consagrados a Dios que rezan por toda la Humanidad.
Especialmente en la Santa Misa, en este acto supremo de la liturgia, ese sacrificio de la Cruz que se renueva de forma incruenta en nuestros altares. La Iglesia por medio de Jesucristo, víctima que se inmola en expiación, dirige su ruego ferviente al Dios de cielo y tierra para implorarle su gracia y su paz.
Muchos dones nos concede el Señor mediante a esa oración continua de la Iglesia. Hemos de ser conscientes de ello. Y responder a los dones de Dios con nuestro esfuerzo de cada día para ser mejores. Hemos de darnos cuenta de lo que sus ruegos significan, para ser agradecidos con nuestra Santa Madre la Iglesia, y defenderla, ayudarla, quererla.
“Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. ¡Y él es fiel!” (1 Co 1, 9) No podemos olvidarlo si de veras queremos ser cristianos: Dios nos ha llamado a participar de su propia vida. Ha querido que seamos hijos suyos y lo somos. Nuestra vida humana ha sido traspasada por la vida de Dios. Y sin dejar de ser hombres hemos venido a ser hijos suyos, de tal forma que nuestra vida breve y estrecha se ha alargado y ensanchado, hasta los límites más insospechados que podríamos soñar.
Y Dios es fiel. No se echa atrás, no se arrepiente de habernos elegido. Su amor no se enfría, su amor no se apaga. Él no se cansa de querernos y de ayudarnos. Día tras día sigue llamando a nuestra puerta para que le abramos y le dejemos entrar en la intimidad de nuestros más hondos sentimientos… Hoy comienza un nuevo tiempo litúrgico, el tiempo de la espera, el Adviento. Dios está para nacer en un pobre rincón de Belén. Y nosotros hemos de corresponder a su incansable amor con la renovación constante del nuestro, con la lucha denodada por serle también siempre fieles.
4.- “Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento…” (Mc 13, 33) El ciclo litúrgico se abre una vez más. Ante nuestra mirada de creyentes comienza a desplegarse el Misterio de Cristo, su vida y sus palabras. Hechos y dichos del Hijo de Dios, venido hasta la tierra como hombre y Dios verdadero. Acontecimientos y enseñanzas que toman vida por y en el recuerdo, para encender nuestro entusiasmo, nuestra fe y nuestro amor, nuestra esperanza sobre todo.
Sí, el Adviento es un período para reavivar la esperanza, la certeza de que un día, mañana quizá, Jesús volverá hasta nosotros. Llegará como en Belén, calladamente, con la misma sencillez y ternura de entonces, con la misma humildad. Y como entonces para unos, los pastores y los magos, será motivo de alegría íntima, intensa; para otros, como para Herodes y para Jerusalén, será ocasión de temores y recelos, de ansias y de angustias.
Jesús está para llegar. De nuevo la Iglesia se prepara para su venida. Se reviste de tonos penitenciales y nos hace llegar el mensaje del Evangelio, nos llama con cierta urgencia a la espera atenta, a la vigilancia en alerta: “Mirad, nos dice el Señor, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento”. Y sigue Jesús explicándonos aquello que quiere sembrar en nuestra mente y en nuestro corazón: “Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara”.
El Señor, por lo tanto, nos ha confiado a cada uno nuestro trabajo, nuestra familia, nuestros amigos y colegas, nuestra sociedad y nuestra tierra, nuestra patria y nuestro mundo. Cada uno tiene una misión que realizar en su vida, unos deberes que cumplir con esmero en cada momento. Como si esta misma noche tuviéramos que rendir cuentas, ante el Tribunal supremo, de la gestión de esta tarea que se nos ha encomendado.
“Velad entonces -nos sigue diciendo el Maestro-, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos”. Ante estas palabras de urgencia vamos a espabilarnos de una vez, vamos a sacudir nuestra modorra, esa que nos hace ser cristianos mediocres y adocenados, aburguesados y comodones, arrastrados por el hedonismo y la molicie que va socavando nuestro viejo mundo… Por el horizonte apunta un nuevo día. Preparemos nuestros corazones con el arrepentimiento y la penitencia por nuestras faltas y pecados. Jesús está para llegar, hagámosle sitio en nuestra alma teniéndola limpia y encendida.
Antonio García Moreno
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