El Señor en el Templo, a los ya alterados sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, les vuelve a hablar con una nueva parábola: un rey, que celebraba la boda de su hijo, manda a sus siervos para avisar a los invitados, pero estos no quisieron ir. Rechazan la invitación porque, según su criterio, tienen otras cosas más importantes que hacer, como cuidar sus negocios o trabajar sus tierras. Al estar pendientes de sus propios asuntos, no les interesa la invitación del rey a participar de su alegría ni de las bodas de su hijo. El desprecio es evidente, más aún si tenemos en cuenta que en un rey oriental la invitación equivalía a una orden.
Los siervos llegan donde el rey con la noticia de la negativa de los invitados. Con suma paciencia él los vuelve a mandar para decir a sus invitados que el banquete está ya preparado y todo está a punto, y que ha sacrificado sus mejores terneros y reses para agasajarlos. A pesar de tanto ruego e insistencia del rey «los invitados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; otros agarraron a los criados y los maltrataron hasta matarlos».
En esta nueva alegoría el rey representa también a Dios Padre. El banquete preparado es el Reino de los Cielos, presente y establecido ya en la tierra por la presencia de Jesucristo, el Hijo del Padre que ha venido a sellar una nueva Alianza con su pueblo por medio de su propio sacrificio en el Altar de la Cruz. Con Él han comenzado los tiempos mesiánicos, con Él ha llegado ya «la plenitud de los tiempos» (Gal 4,4): todo está listo para “la boda” del Hijo.
«Vengan a la boda», es la invitación apremiante que hace Dios a los miembros del pueblo de Israel, particularmente a sus jefes religiosos. Ellos son los primeros invitados a participar del banquete de bodas. Sin embargo, ese deseo y el Plan de Dios quedaría frustrado por su negativa a acudir a la boda, por despreciar el llamado de los antiguos profetas y en concreto el llamado apremiante de Juan el Bautista por la llegada inminente del Reino de los Cielos: ellos «no quisieron ir», no quisieron recibir el bautismo de Juan, no quisieron convertirse, no quisieron reconocer al Mesías y entrar en el Reino de los Cielos.
Esta vez el rey, ante este nuevo rechazo y asesinato de algunos de sus siervos, reacciona con firmeza: manda a sus tropas dar muerte a los asesinos e incendiar sus ciudades. Luego dio estas órdenes a sus criados: «Vayan ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encuentren invítenlos a la boda». Los siervos hicieron lo mandado, invitando a cuantos pasaban por allí, «malos y buenos».
Esta invitación ha sido interpretada comúnmente como un llamado a los gentiles, quienes en un primer momento no estaban invitados a participar del Reino de los Cielos, pues en los cruces o bifurcaciones de los caminos era donde solían pasar los viandantes venidos de los más diversos lugares y pueblos. Asimismo, a diferencia de los primeros convocados, las personas que pasan por los cruces de los caminos son personas desconocidas para el rey. Ello hace más patente que la invitación está abierta a todos, no solamente a un grupo de conocidos o elegidos, no sólo a Israel, sino incluso a los desconocidos, a los que en un primer momento no habían sido invitados, a los gentiles.
Como resultado de esta nueva invitación, la sala del banquete se llenó.
La siguiente escena muestra al rey haciendo su ingreso a la sala para saludar a los invitados. Al toparse con «uno que no llevaba traje de fiesta (y) le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?”». Un vestido especial era de tela fina y lo llevaban ordinariamente los soberanos, así como también personas distinguidas. Los vestidos de fiesta se diferenciaban probablemente sólo por el hecho de ser de mejor tela. El color era preferentemente blanco (ver Ecles 9,8; Mc 9,3).
Aquel invitado había acudido a la celebración sin estar «vestido con traje de boda». El verbo usado por San Mateo es usado también por San Lucas (ver Lc 24,49) y sobre todo por San Pablo para referirse no sólo a un vestido exterior, sino también interior: «En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo» (Gál 3,27). San Pablo exhorta continuamente a vestirse de Cristo (ver Rom 13,14; Ef 4,24) en un proceso interior que implica —análogamente a como uno se despoja de una ropa sucia u ordinaria para revestirse de vestidos limpios y festivos— un desvestirse de las obras del mal para vestirse con las armas de la luz (ver Rom 13,12; Ef 6,11; Col 3,9-10.12; 1Tes 5,8).
El vestido digno, que esté en sintonía con la ocasión, representa las disposiciones morales requeridas para participar en el Reino. No basta haber sido invitados, tampoco es suficiente haber ingresado a la sala, se exige una vestidura apropiada, se exigen las necesarias condiciones morales para permanecer en el banquete, se exige estar “revestidos de Cristo”, asemejarse a Él por las obras.
Al ser interpelado aquel hombre y no dar razón alguna, mandó el rey a los sirvientes: «Átenlo de pies y manos y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes». El lugar donde «habrá llanto y rechinar de dientes» es la expresión usual para hablar del infierno como un lugar de terrible sufrimiento (Mt 13,42.50).
Con esto quedaba claro que no todo “llamado” es ya definitivamente “escogido”. Aunque todos, buenos y malos, son invitados o “llamados”, sólo aquellos que se presenten debidamente vestidos o revestidos de Cristo serán admitidos en el banquete eterno.
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Los invitados rechazan la invitación, se niegan a asistir. Como en los Domingos antecedentes aparece nuevamente el tema de la rebeldía frente a Dios, del rechazo de Dios mismo y de sus designios, del rechazo de participar en la fiesta que Dios ha preparado para el hombre. ¡Qué tremendo! El ser humano no quiere participar de la fiesta preparada para él, rechaza el gozo, la felicidad, la alegría, que proceden de la participación en la alegría que Dios vive en sí mismo.
¡Y cuántos también hoy rechazan la invitación participar de las bodas del Hijo de Dios, rechazan a Cristo y su Evangelio, se niegan a beber el vino nuevo que Él ha traído para alegrar los corazones! Quien rechaza este llamado insistente de Dios, que toca y toca a la puerta del corazón humano, a sí mismo se excluye de la vida y acarrea sobre sí la ruina, el desastre, la destrucción y la muerte.
¿A qué se debe este terco y obstinado rechazo? El rechazo se debe principalmente a que el invitado tiene otras cosas que hacer, cosas que juzga más importantes y urgentes: mantener sus negocios, atender su tierra, etc. Muchos dicen: “no tengo tiempo” para asistir a la fiesta, como hoy también muchos dicen: “no tengo tiempo para ir a Misa, no tengo tiempo para Dios, y Dios no es lo más importante para mí, la fiesta que Él ha preparado no es para mí sino una ‘pérdida de tiempo’”. Sí, en un mundo tan agitado y activo como el nuestro, hay mucho que hacer, tanto el trabajo o los estudios absorben todo nuestro tiempo, y a muchos ya no les queda tiempo para Dios. Y si algo de tiempo les queda, prefieren utilizarlo para divertirse, para relajarse o simplemente para dormir.
¿Y yo? ¿Hago caso a las invitaciones constantes de Dios, a las señales o personas que el Señor pone en mi camino para invitarme a la fiesta? ¿O prefiero “mis negocios”, “mis campos”, todo lo que me reporta una ganancia, un placer, mayor poder? Sin duda, ante todas las maravillas, posibilidades o placeres que el mundo me ofrece, ante todo lo que hay por hacer, Dios parece que no tiene nada que dar: la fiesta que ofrece “es una pérdida de tiempo”, porque “de nada aprovecha”, porque es “una fiesta aburrida”.
¡Y qué triste es ver cómo esta parábola se realiza hoy en la vida de tantos católicos, invitados a la Fiesta de la Eucaristía! Para muchos ir a Misa, ir a esta fiesta semanal que Dios prepara para nosotros en espera de la Fiesta que no tendrá fin, el tiempo que deberíamos dedicar a participar en la celebración de la Misa dominical se ha convertido en “un tiempo que se puede emplear mejor en otras cosas”. Formalmente se trata de un rechazo de Dios mismo y de una autoexclusión del Banquete de la comunión con Dios al que Él hoy nos invita en primer lugar.
¡Dios me invita a su fiesta! ¿Cómo respondo yo? Dios llama e invita continuamente, toca y toca a la puerta del corazón. ¿Le abro? ¿Salgo a su encuentro? ¿Lo busco? ¿O le digo: “ahora no”, “más tarde”, “ahora no tengo tiempo”, “no molestes, déjame en paz”, “tengo otras cosas más importantes que hacer, otros asuntos más importantes que atender”, “tengo pereza”, “no te quiero en mi vida”, “tu fiesta me aburre”? ¿O respondo como María, con prontitud, y con presteza abro mi corazón a Aquel que llama?
Quien deja entrar a Cristo en su vida, participa ya verdaderamente de la fiesta de la salvación, que llena su corazón de un gozo y alegría rebosantes: «Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15,11).
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