El Evangelio de este Domingo habla de dos apariciones del Señor Resucitado, en ambos casos, estando sus discípulos reunidos en un cuarto a puertas cerradas. La primera es al atardecer de «aquel día», es decir, el mismo día en que el Señor había resucitado.
Según la tradición judía el shabbat es el séptimo y último día de la semana, en el que el pueblo recordaba el día en que Dios había descansado luego de su obra creadora, el día que por mandato divino debía ser santificado por el pueblo de Israel mediante un descanso absoluto (ver Éx 20,9-11). El día que seguía al sábado iniciaba una nueva semana y era considerado por tanto “el primer día de la semana”. Ése fue el día en que Cristo resucitó, el día que por tanto remite al día en que Dios iniciaba la obra de la creación (ver Gén 1,1-5), el día en que Dios creó la luz y la separó de las tinieblas. El simbolismo y paralelismo permite comprender que en «aquel día», el día primero de la semana, Dios iniciaba una nueva creación en Cristo, por su resurrección. Cristo resucitado, vencedor de la muerte, es la luz del mundo, el Sol de Justicia que disipa las tinieblas que el pecado del hombre había cernido sobre el mundo entero. Éste es el día en que Dios todo lo hace nuevo (ver Is 43,19s).
La siguiente aparición del Señor resucitado a sus discípulos, relatada por el evangelista San Juan, se producía «ocho días después» (Jn 20,26) en aquel mismo lugar en el que se encontraban reunidos (ver Jn 20,19.26). «Ocho días después» quiere decir, según la costumbre judía de incluir el día presente al hacer el conteo de los días, una semana después. Por tanto, aquel “octavo día” coincide nuevamente con “el primer día de la semana”.
Estas apariciones del Señor en medio de la “ekklesia” o “asamblea” de discípulos (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 751) se constituyeron en el origen de la tradición de reunirse los cristianos “el primer día de la semana” para celebrar la Cena del Señor, la Eucaristía, en la que el Señor, muerto y resucitado, luego de la consagración del pan y del vino, se hace realmente presente (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1374-77). Por todo esto muy pronto a este día se le denominó Día del Señor, en latín “Dies Domini” o “Dominica dies”, de donde proviene nuestra palabra “Domingo”.
«El Domingo es el día de la fe por excelencia, día en que los creyentes, contemplando el rostro del Resucitado, están llamados a repetirle como Tomás: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28), y a revivir en la Eucaristía la experiencia de los Apóstoles, cuando el Señor se presentó en el cenáculo y les comunicó su Espíritu» (S. S. Juan Pablo II).
En cuanto a la primera aparición recuerda San Juan que «estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a ustedes”» (Jn 20,19). La paz es un don divino para el ser humano que brota de la obra reconciliadora realizada por el Señor Jesús en el Altar de la Cruz (ver 2Cor 5,19) Por su Pasión, Muerte y Resurrección, Cristo ha reconciliado al ser humano con Dios, consigo mismo, con sus hermanos humanos y con la creación entera. Esta reconciliación pasa por el perdón de los pecados, causa justamente de la cuádruple ruptura que Cristo ha venido a reconciliar.
Mediante su sacrificio reconciliador el Señor Jesús ha obtenido para el ser humano el perdón de los pecados, y soplando sobre sus Apóstoles el Espíritu les transmitió el poder de perdonar los pecados en su nombre haciéndolos ministros del don de la reconciliación: «A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan les quedan retenidos» (Jn 20,23). Es así como «en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres para que lo ejerzan en su nombre» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1441; ver también n. 1442). Aquí encontramos el fundamento del Sacramento de la Reconciliación, el perdón de los pecados que el penitente obtiene mediante la confesión de los pecados hecha ante un sacerdote, ministro del Señor. Ningún católico, salvo que quiera ir en contra de la voluntad de Cristo mismo, puede rechazar este sacramento argumentando que “yo me confieso directamente con Dios”.
¿Cuántos se ven afligidos día a día por experiencias de vacío, de soledad, de tristeza e infelicidad, de dolor y sufrimiento ya sea físico, psicológico o espiritual, de amarguras y resentimientos, de impaciencias, de incomprensiones y pleitos? ¿Cuántos experimentan conflictos interiores que devienen en tantas ansiedades, miedos y temores? ¿Cuántos al experimentar la falta de armonía interior anhelan intensamente la paz?
Muchos, al no saber dónde encontrar esa paz del corazón que consigo trae la alegría y el gozo profundo, no hacen sino recorrer desquiciadamente los caminos de la evasión. La diversión superficial, la alegría efímera, las borracheras, el gozo o el placer de momento, parecen hacer olvidar la a veces insoportable carga de angustia y dolor que oprime el corazón. Tales “soluciones” o salidas fáciles no traen sino una falsa paz, una efímera euforia. ¿Cuántos lloran en secreto, mientras externamente fuerzan la sonrisa y la alegría, queriendo olvidar y esconder su propia carga de sufrimiento y angustia porque no saben qué hacer con ella? El remedio que ofrece la cultura de muerte termina siendo peor que la enfermedad, y aquello que parece llenar un vacío y traer el consuelo a un corazón roto y dividido interiormente, al pasar el efecto paliativo no trae sino una mayor carga de frustración, de angustia, una mayor sensación de vacío, de soledad y sinsentido en la vida. Atrapados en esa espiral desgastante, sin saber dónde o sin querer buscar la fuente de la verdadera paz, no hacen sino consumir “dosis” cada vez más elevadas de la misma “droga”.
Otros tantos se lanzan a la búsqueda de la paz y armonía interior siguiendo llamativas y “novedosas” doctrinas, terapias, filosofías, prácticas, religiones orientales o pseudo-religiones. Cada uno es libre de tomar el camino que quiera, pero lo triste y paradójico es que muchos católicos, al escuchar a los maestros y gurús de moda, explícita o implícitamente han dejado de escuchar a Cristo —fuente última de la paz verdadera— y las enseñanzas que Él confió a Su Iglesia. ¡Qué actuales son estas palabras, dirigidas por Dios a su pueblo por medio del profeta: «Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen» (Jer 2,13)!
Para encontrar el remedio adecuado es necesario un buen diagnóstico. ¿De dónde viene la falta de armonía y paz interior que experimenta el ser humano? ¿Por qué yo mismo me experimento tantas veces roto y dividido interiormente? La revelación sale a nuestro encuentro: la falta de armonía y paz interior tiene su origen en el pecado, en la rebeldía del hombre frente a Dios y sus amorosos designios. Al romper con Dios el ser humano se quiebra interiormente y cae en un proceso de desintegración incluso psíquica, rompe la comunión con sus hermanos humanos y con toda la creación. El pecado, lejos de llevar al ser humano a su plenitud y a la gloria divina —como sinuosamente había sugerido la antigua serpiente (ver Gén 3,5)— se volvió contra él mismo, hundiéndolo en el abismo de la muerte. En efecto, al romper con la Fuente de su misma vida y amor la criatura humana se quebró interiormente ella misma, ingresando de este modo en un proceso de desintegración incluso psíquica, rompiendo asimismo la comunión con sus hermanos humanos y con toda la creación. Frutos amargos de esta cuádruple ruptura son la pérdida de la paz y armonía interior, que se expresan en la experiencia de vacío, soledad, tristeza, infelicidad, amargura, ansiedades, etc. De esa falta de paz y armonía en el corazón humano surgen todas las contiendas, rencillas, divisiones e incluso guerras entre los pueblos.
¿Cuál es el remedio? ¿Dónde encontramos la verdadera y profunda paz que anhelan nuestros inquietos corazones? En Cristo, recuerda San Pablo, «estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2Cor 5,19). Porque Dios nos ama, nos ha enviado a su propio Hijo para que en Él encontremos la paz que tanto necesitamos: «¡Él es nuestra paz!» (Ef 2,14). Él, cargando sobre sí nuestros pecados, reconciliándonos con el Padre en la Cruz, nos abre el camino a una profunda reconciliación y armonía con nosotros mismos, con todos los hermanos humanos y con toda la creación.
«¡La paz contigo!», nos dice el Señor también a nosotros, invitándonos a acoger el don de la paz y reconciliación que Él nos ha obtenido por su Pasión, Muerte y Resurrección, invitándonos a acogerlo a Él mismo en nuestras vidas y convertirnos también nosotros en agentes de reconciliación en nuestra familia, en nuestros círculos de amigos y ambientes en los que trabajamos o estudiamos.
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