Hallándose en Jerusalén, un sábado el Señor pasó junto a un ciego de nacimiento que estaba pidiendo limosna. Así era conocido por los vecinos de la ciudad.
Los discípulos, al enterarse de que aquel mendigo había nacido ciego, movidos por la curiosidad le preguntan al Señor: «¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?». La pregunta revela la antigua creencia judía de que el mal físico o las desgracias padecidas (ver Lc 13,1-4) eran un castigo divino por los pecados cometidos por la misma persona o por sus progenitores. El origen del padecimiento humano es la culpa. La creencia de que el padecimiento de los hijos se debía en algunas ocasiones al pecado de sus padres se mantenía firmemente arraigada en el pueblo aún cuando varios profetas habían ya anunciado la anulación de este “castigo por solidaridad” (ver Is 31, 29.30; Ez 18, 2-32).
«Ni éste pecó ni sus padres», es la respuesta contundente del Señor. La ceguera, el mal físico sufrido por aquél hombre, no era consecuencia de pecado alguno y por lo mismo no debía tomarse como un castigo divino, y menos aún como una especie de purificación de un supuesto “karma” de una vida pasada, una estricta justicia por la que debía pagar en esta vida el mal que habría cometido en otra anterior. Y es que los defensores de la preexistencia de las almas y de su continua reencarnación concluyen que si nació ciego sólo pudo pecar en una vida anterior, sin considerar que los mismos rabinos enseñaban que la persona podía pecar ya en el seno materno, antes de nacer. Con su respuesta el Señor rechaza la concepción popular, expresada en la pregunta que le hacen sus discípulos, por ser equivocada.
Entonces, si no es por algún pecado, propio o ajeno, ¿por qué nació ciego? La respuesta del Señor es totalmente inesperada: es «para que se manifiesten en él las obras de Dios». Con ello el Señor descubre un gran misterio: la limitación física de aquél ciego de nacimiento, aún cuando la sufra injustamente en cuanto que nos es consecuencia directa del pecado propio o de sus padres, Dios la permite para que se haga patente en él la intervención divina a través de un milagro, que el Señor Jesús estaba a punto de realizar.
Para los evangelistas los milagros no eran tan sólo “hechos extraordinarios que escapan a las leyes de la naturaleza”, sino que eran sobre todo “signos” que invitaban a ir más allá de la materialidad del milagro para descubrir en ellos, con la luz de la fe, la liberación y reconciliación ofrecida por el Señor Jesús a todo ser humano. En este sentido, la “obra de Dios” realizada en aquél ciego de nacimiento no es tan sólo un milagro espectacular, sino el signo de una realidad mucho más profunda e incluso universal: Jesucristo es aquél que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (ver Jn 1,9) con una luz que va más allá de la luz física, con una luz que disipa las tinieblas de la mente y del corazón, las tinieblas en las que está envuelto el hombre por su lejanía de Dios, por su pecado. Él ha venido al mundo a hacer accesible esa luz a todo hombre. De esta realidad invisible la curación de este ciego de nacimiento será un signo visible.
Para realizar este signo el Señor «escupió en el suelo, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)”».
La saliva era considerada en la antigüedad como remedio curativo para la vista. En otras ocasiones el Señor usa también la saliva para realizar alguna curación milagrosa (ver Mc 7,33; 8,23). Con el barro, al que también se le atribuían propiedades curativas, se hacía un emplasto, por ejemplo, para inflamaciones en los ojos. Así, pues, nada hay de extraño en este proceder del Señor.
Sin embargo, resulta evidente que no es la propiedad curativa de estos elementos lo que devolverá la vista al ciego, sino la fe en el Señor que le manda luego a lavarse en la piscina de Siloé. El evangelista explica que Siloé «significa Enviado».
La piscina tomaba el nombre de un canal subterráneo, excavado en la roca, que recogía las aguas de una fuente externa de la ciudad de Jerusalén para introducirlas al interior de la misma, conduciéndolas a esta piscina. De allí que al canal se le había dado el nombre de “el que envía” el agua, y al agua de la piscina “el [líquido] enviado”.
Es evidente que para San Juan esta agua es símbolo de Cristo, el Enviado del Padre que devuelve la vista al ciego de nacimiento. A decir de San Juan Crisóstomo: «el que sana en ella [la piscina] es Cristo». Jesucristo sana, cura la ceguera, realiza este signo porque Él es el Enviado del Padre, enviado para hacer sus obras (Jn 9,4), enviado para curar de la ceguera no sólo a este hombre sino a todo hombre: «Para un juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven vean». Él es quien uniendo la saliva (símbolo de su naturaleza divina) y el barro (símbolo de su naturaleza humana) ha venido a iluminar al hombre que ha caído en tinieblas y a hacer de él un hijo de la luz (2ª. lectura).
Luego de lavarse aquél ciego «volvió con vista». Semejante milagro no podía pasar desapercibido. Al ciego, a quien tantos habían visto mendigar durante años, ahora podía ver. La sorpresa era general, despertando la típica curiosidad quienes lo conocían: “¿Eres tú, el ciego de nacimiento que mendigaba? ¿Cómo es que ahora puedes ver? ¿Qué ha pasado?”. Él cuenta lo sucedido: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver». Esa es su tremenda historia.
De inmediato es llevado ante los fariseos. Luego de escuchar su testimonio, las opiniones de los fariseos se dividen. Algunos juzgaban por zanjado el tema sentenciando que «este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado». En efecto, ese día era sábado, y el sábado estaba mandado descansar. Estaba prohibido todo tipo de trabajo, y estaba prohibido incluso hacer el emplasto que el Señor hizo. Así que un grupo de fariseos consideraba que toda curación milagrosa que Jesús realizara en sábado era una violación del precepto del descanso, un pecado gravísimo, y por eso estaban al acecho para ver si curaba en sábado y tener de qué acusarle (ver Mt 12,10; Mc 3,2). Otro grupo de fariseos, en cambio, argumentaba sensatamente: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?». Ante tal signo, ¿no había que abrirse a la posibilidad de que quien lo había curado efectivamente fuese el Enviado de Dios?
En el interrogatorio queda evidente la cerrazón mental de algunos fariseos ante la evidencia y contundencia del signo realizado. La ceguera que produce en ellos va muy unida al amor propio, produce un invencible apego a las propias ideas equivocadas y una incapacidad o “ceguera total” para reconocer la realidad tal y como aparece ante sus ojos. El subjetivismo es absoluto. A aquel grupo de fariseos ciegos porque se niegan a abrir la mente a lo objetivo, no les queda sino buscar imponer su visión y finalmente destruir cualquier evidencia que contradiga sus ideas, como sucederá con la decisión de dar muerte no sólo a Jesús sino también a Lázaro (ver Jn 12,11).
La ceguera o cerrazón de aquellos fariseos no da lugar a reconsideraciones: «nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». En su ceguera arrastran a otros, prohibiendo que reconozcan a Jesús como el Enviado divino, amenazando con expulsar de la sinagoga a quienes lo sigan. El prejuicio y el orgullo les impide abrirse a la luz, por tanto, permanecen en sus tinieblas. Sin embargo, ante sus presiones, el hombre curado insiste: «Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo». La verdad es esa.
Finalmente, luego de tanto preguntarle y repreguntarle, con tono irónico el ciego curado les pregunta: «¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?» La furia se despierta en los fariseos, que no atinan sino a insultarlo, y declaran no saber de dónde procede Jesús. Ante tanta cerrazón y terquedad, brilla el razonamiento sensato y lúcido, carente de prejuicios: «Pues eso es lo raro: que ustedes no saben de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que da culto a Dios y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder». En resumen, Jesús es el Enviado de Dios. Ante la evidencia incontestable no les queda ya otro recurso que echarlo fuera, expulsarlo de la sinagoga.
Luego de la primera iluminación vendrá otra de mucho mayor trascendencia. Culminado el durísimo interrogatorio y expulsado de la sinagoga el Señor Jesús sale al encuentro del ciego curado y se apresta a abrirle también los ojos de la fe a quien ante tanto ataque ha permanecido fiel a la verdad: «“¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. Él contestó: “¿Y quién es, Señor, para que crea en Él?”. Jesús le dijo: “Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es”. El dijo: “Creo, Señor”. Y se postró delante de Él».
Aquél hombre había realizado un itinerario que lo llevó gradualmente a descubrir la identidad de Aquél que lo había curado, a confesar su fe en Él como profeta y finalmente a postrarse ante Él para adorarlo como el Hijo enviado del Padre.
Sobre el significado de la curación del ciego de nacimiento
Las lecturas de este Domingo giran en torno al tema de la luz y, en el Evangelio, el ciego curado e “iluminado” por el Señor Jesús se convierte en imagen de todos los bautizados, quienes arrancados de las tinieblas del pecado y de la muerte han llegado a ser «hijos de la luz» (2ª. lectura). En efecto, por el sacramento del Bautismo, que se conoce con el nombre de iluminación, los bautizados son “iluminados” con la luz de Cristo, de modo que «“tras haber sido iluminado” (Heb 10,32), se convierte en “hijo de la luz” (1 Tes 5,5), y en “luz” él mismo (Ef 5,8)» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1216). Cuando esta Luz resplandece en el interior del hombre, éste se convierte en luz, se convierte en testigo de la Verdad que viene de Dios.
El pasaje evangélico del cuarto Domingo de Cuaresma muestra el camino que lleva al descubrimiento de esta Luz, al descubrimiento de Cristo. Ya en los primeros siglos del cristianismo los catecúmenos, a lo largo del itinerario que los preparaba para el Bautismo, experimentaban con la lectura y explicación del pasaje de la curación del ciego de nacimiento una anticipación del momento en que los ojos de su espíritu se abrirían a la luz de la fe mediante las aguas bautismales, entrando así a formar parte de la comunidad de la Iglesia.
La catequesis sobre el significado bautismal y el alcance de este evangelio es también actual e incluso indispensable para aquellos que, ya “iluminados” por Cristo con el Bautismo, pueden recaer en las tinieblas del pecado y por tanto siempre tienen necesidad de ser iluminados nuevamente por la luz del Señor, para redescubrir su vocación y misión de “hijos de la luz” y producir frutos de bondad, de justicia y de verdad en el mundo presente (2ª. lectura). En realidad, en el contexto de la Cuaresma todos los creyentes, vencidas las tinieblas del pecado, están llamados a hallar en Cristo Jesús «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), a adherirse más conscientemente a Él y a seguirlo con renovado empeño por el camino que, pasando por la cruz, lleva a la luz que no conoce ocaso alguno.
Todos nacimos ciegos. Me refiero ciertamente no a una ceguera física, sino a otra “ceguera”, más profunda, más radical, aquella que es fruto del pecado: la ceguera que nos incapacita para ver a Dios y ver la realidad creada, especialmente a la misma criatura humana, como Dios la ve.
A esta “ceguera” hace referencia San Pablo cuando dice: «habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció» (Rom 1,21). La palabra con que en la Escritura se designa este oscurecimiento de la mente y corazón es escotosis, que deriva del griego skotos, oscuridad, tinieblas. La escotosis es la ceguera en la que vive aquél que dice que ve, incluso con mucha claridad, cuando en realidad se encuentra en la más espantosa oscuridad.
Por la escotosis el hombre no sólo se hace incapaz de “ver” a Dios, sino que al mismo tiempo se vuelve ciego a su propia realidad, engañándose de múltiples formas. Si ha sido creado por Dios, ¿cómo puede el ser humano entenderse sin Dios? ¿Cómo puede conocerse de verdad si desconoce a Dios? Sin conocer la verdad sobre Dios, tampoco puede el hombre conocerse cabalmente a sí mismo, es imposible que comprenda quién es, de dónde viene, a dónde va, cuál es el sentido de su vida, su misión en el mundo. Es como un aviador accidentado en medio del desierto, perdido, solo, incomunicado, sin brújula, sin GPS, sin un mapa o instrumento que le indique dónde se encuentra y hacia dónde debe ir para poder sobrevivir: caminará desorientado, su sed se hará cada vez más intensa, empezará a desvariar por el calor, creerá que puede saciar su sed en oasis que tan sólo son espejismos. Si nadie lo rescata, finalmente morirá en su desventura.
¿Quién nos librará de esta ceguera que es la escotosis? ¿Quién devolverá la luz a nuestra mente y corazón? ¡Cristo es «la luz del mundo» (Jn 9,4), «la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9)! Sí, para esto ha venido Él: para liberarnos de las tinieblas que inundan nuestra mente y corazón, para devolvernos la vista, para mostrarnos la verdad sobre Dios y sobre el hombre: «Cristo, el nuevo Adán, en la revelación misma del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre su altísima vocación» (Gaudium et spes, 22). ¡Déjate iluminar por Él y tendrás la luz de la vida, y tú mismo te convertirás en luz para muchos!
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