No es extraño que el Señor no haya sentido hambre sino hasta el final. Cuando alguien inicia un ayuno el hambre desaparece pronto, para volver luego de muchos días con una intensidad inusitada. Este es un fenómeno que los médicos llaman gastrokenosis.
Es en esta situación de fragilidad y debilidad que aparece el tentador con la primera sugestión: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». Por la fuerza del hambre la tentación de saciarla inmediatamente debe haber sido terrible.
La tentación se plantea como un desafío: «Si eres Hijo de Dios…». Jesús es verdaderamente Hijo de Dios. Satanás lo reta a demostrar su identidad realizando un milagro que sirva para calmar su hambre y quebrar el ayuno propuesto. Como muchas tentaciones, la sugestión invita a responder a una urgente necesidad o pasión inmediatamente, sin alargar más la espera. Es como si dijera: “¿Por qué esperar, si tienes el poder para saciar tu hambre en este mismo instante?” Mas el Señor responde: «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”». Tanto a esta como a las sucesivas tentaciones responderá no con argumentos propios, sino citando la Escritura. La respuesta del Señor opone a la tentación una enseñanza divina, es cortante, y no da pie a ningún tipo de diálogo posterior. En este caso toma una cita del Deuteronomio: «no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Yahveh» (8,3). El Señor Jesús afirma que más importante que el pan o la demostración de su identidad por medio del milagro es la Palabra de Dios, su Ley, su Plan divino. Convertir milagrosamente piedras en pan para saciar su hambre sería dejar de confiar en Dios o en su Plan de dar el pan a su tiempo y a su manera. Con su respuesta el Señor Jesús afirma que su alimento, antes que el pan material, es hacer la voluntad del Padre y llevar a cabo su obra (ver Jn 4,34). Es al Padre a quien Él escucha y obedece, a nadie más.
La segunda tentación hace recordar las muchas ocasiones en que los israelitas pusieron a Dios a prueba en el desierto. No fueron pocas las veces en las que tentaron a Dios pidiendo una manifestación divina. Astutamente el Demonio se reviste en esta nueva tentación con un manto de autoridad divina haciendo uso de la Escritura, para confundir al Señor. Cita una promesa divina para invitar al Señor a tirarse del alero del Templo: «está escrito: “En¬cargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”» (Sal 90,11-12). Nuevamente está el desafío: “Si eres Hijo de Dios”, “demuestra lo que eres haciendo gala de tu poder, brindando un espectáculo ante nuestros ojos”. La respuesta nuevamente es tajante. El padre de la mentira no puede confundir al Señor con su retorcida y malintencionada interpretación bíblica. Él también echa mano de la Escritura para rechazar la tentación: «También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios” (Dt 6, 16)». Con ello alude al episodio del Deuteronomio en que Israel se encontraba sin agua en el desierto. Entonces se levantó una rebelión contra Moisés que en realidad era una rebelión contra Dios: «¿Está el Señor entre nosotros o no?» (Ex 17, 7). Jesús sabía que el Padre estaba con Él y vivía de esa confianza que no necesita pruebas. A nadie tenía que demostrarle que Dios estaba con Él. Arrojarse deliberadamente del alero del Templo para someter a Dios a una prueba hubiera significado una falta de confianza en Él.
La tercera tentación trae a la mente la caída de los israelitas en el culto idolátrico del becerro de oro, al pie del Monte Sinaí (ver Ex 32, 1-10). En esta ocasión el demonio lleva a Jesús a un lugar alto, le muestra todo el poder y la gloria del mundo y le dice: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras». El Señor Jesús rechaza la tentación tomando nuevamente un texto de la Escritura: «Al Señor, tu Dios, adora¬rás y a Él solo darás culto» (Dt 6, 13). En este caso no se niega a aceptar la plenitud del poder y de la gloria, pues en realidad a Él le pertenece y le está destinada (ver Mt 28,18). Pero se niega a recibirla de modo diverso al que ha determinado su Padre en sus amorosos designios reconciliadores, es decir, mediante la aceptación obediente de la muerte en Cruz (Flp 2, 8-9). Aceptar el poder mundano y la gloria vana ofrecida por Satanás sería dejar de confiar en que el Plan del Padre conduce a la verdadera gloria.
Las tres tentaciones del desierto fueron intentos de Satanás para lograr que el Señor Jesús abandonara su confianza en Dios y confiase tan sólo en sus propios planes, en sus propias fuerzas, en Satanás. En el desierto, Jesús vence al tentador por su confianza total y por su dependencia constante de Dios. Si el núcleo de toda tentación consiste en prescindir de Dios, el Señor Jesús manifiesta en que en su vida Dios tiene el primado absoluto.
La primera gran lección del pasaje evangélico del Domingo es ésta: no podemos olvidar que tenemos un adversario invisible, el Diablo, que «ronda como león rugiente, buscando a quién devorar» (1Pe 5,8). De él enseñaba el Papa Pablo VI: «el mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad, misteriosa y que causa miedo». Él busca tu ruina, y no descansa en su intento.
La segunda gran lección es ésta: es por medio de la tentación como el Demonio busca apartarnos de Dios, fuente de nuestra vida y felicidad. La tentación es una sugerencia a obrar en contra de lo que Dios enseña (verGén 3,3). Por la tentación el Diablo introduce en el corazón del hombre el veneno de la desconfianza en Dios, haciéndolo aparecer como enemigo de su felicidad y realización: “¿Cómo es posible que Dios te haya prohibido…?” (ver Gén 3,4). Al mismo tiempo la tentación aparece como confiable, y se hace tremendamente atractiva porque promete a la criatura humana “ser como dios”, es decir, alcanzar el poder, la gloria y la felicidad si en vez de Dios adora a otros “dioses”, a los ídolos del poseer-placer, del tener o del poder, o adorando incluso al mismo Satanás (ver Mt 4,9).
Cristo al ser tentado en el desierto nos enseña cómo podemos también nosotros desbaratar la fuerza seductora de las tentaciones: oponer a la sugestión del Maligno la enseñanza divina. A diferencia de Eva el Señor Jesús no entra en diálogo con el tentador buscando “aclararle” el malentendido (ver Gén 3,1ss). En vez de presentarle sus propios razonamientos, el Señor responde a cada una de las sugestiones del Diablo oponiendo la Palabra divina que Él ha acogido en su mente y corazón. Su método es contundente. No da pie a que la tentación siga avanzando. La enseñanza divina, la Palabra de Dios, se convierte ante la tentación en un escudo que permite detener y apagar los dardos encendidos del Maligno (ver Ef, 6,16). Sólo el criterio objetivo que ofrece la enseñanza divina nos libra del subjetivismo en el que busca enredarnos la tentación para llevarnos a optar finalmente por el mal, que por arte de la seducción del maligno el ingenuo termina viendo como un “bien para mí”: “¡serás como dios!”
En este sentido enseñaba Lorenzo Scupoli: «Las sentencias de la sagrada Escritura pronunciadas con la boca o con el corazón, como se debe, tienen virtud y fuerza maravillosa para ayudarnos en este santo ejercicio, por esta causa conviene que tengas muchas en la memoria, que se ordenen a la virtud que desees adquirir, y que las repitas muchas veces al día, particularmente cuando se excita y mueve la pasión contraria. Como por ejemplo, si deseas adquirir la virtud de la paciencia, podrás servirte de las palabras siguientes o de otras semejantes: “Más vale el hombre paciente que el héroe, el dueño de sí que el conquistador de ciudades” (Prov 16,32)».
Al mirar a Cristo entendemos que las enseñanzas divinas son armas necesarias para luchar y vencer en el combate espiritual. Quien se nutre «de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt8,3; Mt 4,4), quien la medita y guarda haciendo de ella su norma de vida, se reviste de las «armas de Dios» (ver Ef 6,11.13) necesarias para vencer al Maligno y sus astutas tentaciones.
Por otro lado, para no dejarnos engañar por el Maligno es necesario habituarnos a examinar todo pensamiento que viene a nuestra mente, aprender a discernir bien es esencial, pues como escribe San Juan: «no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo» (1Jn 4,1; ver Lam 3,40).
No toda “idea mía” es necesariamente “mía”, ni es necesariamente buena por ser mía, y aunque tenga la apariencia de buena, me puede conducir al mal, apartándome de Dios, haciéndome daño a mí mismo y a otros. Por ello es bueno desconfiar sanamente de nosotros mismos, de nuestros propios juicios y criterios, mantener siempre una sana actitud crítica frente a nuestros propios pensamientos. Un criterio muy sencillo para este discernimiento de espíritus es éste: “si esto que se me viene a la mente me aparta de lo que Dios me enseña, no viene de Dios, por tanto, debo rechazarlo de inmediato; pero si objetivamente me acerca a Dios, entonces viene de Dios y debo actuar en esa línea”.
Así, en vez de actuar porque “se me ocurre”, o “porque me gusta/disgusta”, o “porque así soy yo”, o por dejarme llevar por un fuerte impulso pasional o inclinación interior, hemos de actuar de acuerdo a lo que Dios nos enseña.
1707: «El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia» (GS 13, 1). Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Ha quedado inclinado al mal y sujeto al error.
De ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas (GS 13, 2).
Las Tentaciones de Jesús
538: Los evangelios hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el desierto inmediatamente después de su bautismo por Juan: «Impulsado por el Espíritu» al desierto, Jesús permanece allí sin comer durante cuarenta días; vive entre los animales y los ángeles le servían. Al final de este tiempo, Satanás le tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso y las de Israel en el desierto, y el diablo se aleja de él «hasta el tiempo determinado» (Lc 4, 13).
539: Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto. Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo; él ha «atado al hombre fuerte» para despojarle de lo que se había apropiado. La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre.
540: La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres le quieren atribuir. Por eso Cristo ha vencido al Tentador en beneficio nuestro: «Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4, 15). La Iglesia se une todos los años, durante los cuarenta días de Cuaresma, al Misterio de Jesús en el desierto.
“¡No nos dejes caer en la tentación!”
2846: Esta petición llega a la raíz de la anterior, porque nuestros pecados son los frutos del consentimiento a la tentación. Pedimos a nuestro Padre que no nos «deje caer» en ella. Traducir en una sola palabra el texto griego es difícil: significa «no permitas entrar en», «no nos dejes sucumbir a la tentación». «Dios ni es tentado por el mal ni tienta a nadie» (Stgo 1, 13), al contrario, quiere librarnos del mal. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate «entre la carne y el Espíritu». Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza.
2847: El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior en orden a una «virtud probada» (Rom 5, 3-5), y la tentación que conduce al pecado y a la muerte. También debemos distinguir entre «ser tentado» y «consentir» en la tentación. Por último, el discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es «bueno, seductor a la vista, deseable» (Gen 3, 6), mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.
Dios no quiere imponer el bien, quiere seres libres... En algo la tentación es buena. Todos, menos Dios, ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos ha manifestado (Orígenes, or. 29).
2848: «No entrar en la tentación» implica una decisión del corazón: «Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón... Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6, 21. 24). «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Gal 5, 25). El Padre nos da la fuerza para este «dejarnos conducir» por el Espíritu Santo. «No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (1 Col 10, 13).
2849: Pues bien, este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio (Ver Mt 4, 11) y en el último combate de su agonía (Ver Mt 26, 36-44). En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya (Ver Mc 13, 9. 23. 33-37; 14, 38; Lc 12, 35-40). La vigilancia es «guarda del corazón», y Jesús pide al Padre que «nos guarde en su Nombre» (Jn 17, 11). El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia. Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. «Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela» (Ap 16,15).
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