LAS BIENAVENTURANZAS
Por Gabriel González del Estal
1.- En el sermón del monte Jesús de Nazaret nos señaló un camino perfecto para alcanzar la felicidad. Es el camino de la humildad y de la confianza en Dios. Pero la verdad es que este camino de felicidad del que hablan las Bienaventuranzas del evangelio no parece interesar demasiado a la gente de nuestro tiempo. Mucha gente piensa que las bienaventuranzas del evangelio prometen una felicidad a muy largo plazo y que se trata, además, de una felicidad utópica, que no se da nunca en este mundo. La gente, en general, busca la felicidad de otra manera y quiere conseguirla aquí y ahora. No quieren ser felices desde la pobreza, ni desde el dolor, ni desde el hambre, ni desde la persecución. Tampoco les consuela demasiado la promesa de que algún día será suyo el Reino de los Cielos, o que heredarán la tierra, o que, al fin, serán definitivamente consolados. La felicidad que parece buscar el hombre de hoy está unida casi siempre al bienestar material, y a la salud, y al triunfo social, en esta vida. Esa es la felicidad que ellos buscan. La felicidad de la que hablan las bienaventuranzas les parece una felicidad irrealizable, al menos en esta vida. En este contexto, somos nosotros, los cristianos, los que deberemos demostrar, con nuestras palabras y con nuestra vida, que la felicidad que nos prometen las bienaventuranzas del evangelio es una felicidad real, interior y profunda, que empieza ya, ahora, en esta vida y que además nos hará plenamente felices en la otra vida.
2. - Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el Cielo. Dios no ha prometido nunca a sus hijos una felicidad que esté libre y exenta de dolor en esta vida. No libró del dolor a su propio hijo y tampoco nos va a librar a nosotros de la cruz de cada día. Lo que sí nos ha prometido es que si aceptamos el dolor como él lo aceptó, es decir, con humildad y con amor, su yugo será suave y su carga ligera. En este sentido, la felicidad de la que hablan las Bienaventuranzas no nos vendrá por la ausencia de dolor, sino por la humildad y el amor con la que aceptemos el dolor. En esta vida, el dolor es inherente a la misma vida, pero el dolor no tiene por qué ser enemigo de la felicidad. El dolor aceptado como Cristo lo aceptó puede y debe ser un dolor purificador y salvador. Nos purifica en esta vida y nos llena el alma de consuelo, porque sabemos que nos está haciendo dignos de recibir la recompensa en el Cielo.
3. - Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor. Este pueblo pobre y humilde del que nos habla el profeta Sofonías es el pueblo que realmente podrá disfrutar de la felicidad de la que nos hablan las Bienaventuranzas del evangelio. No se trata tanto de una pobreza y una humildad material y física, sino de una pobreza y una humildad del corazón. No son las personas y los pueblos de corazón soberbio los que reciben la promesa de la felicidad evangélica. Son los humildes, los que saben que no son, ni pueden ser nunca del todo autosuficientes y, por eso, ponen su confianza en el Señor.
4. - Ha escogido la gente baja del mundo... de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor. De eso se trata, de saber que, en definitiva, Dios es nuestro único Señor. No podemos gloriarnos ni de nuestras riquezas, ni de nuestra salud, ni de nuestro prestigio social, porque todo esto tanto puede acercarnos como alejarnos de la verdadera felicidad; hay muchos ricos soberbios que son infelices y hay muchos pobres humildes que respiran felicidad. La verdadera felicidad mana más del corazón, que de las cosas externas. A un corazón humillado nunca lo desprecia el Señor, el único que, en definitiva, puede darnos la verdadera felicidad. Lo importante es, como ya decía San Pablo, que nada nos aparte del amor de Cristo, ni riqueza, ni pobreza, ni salud, ni enfermedad. La verdadera felicidad, la felicidad de la que nos hablan las Bienaventuranzas, es siempre un don de Dios, un don que Dios ha prometido a los que confían en él. Llenemos nuestro corazón de confianza en Dios y Dios llenará nuestro corazón de felicidad. Una confianza y una felicidad activa y humilde, orante y trabajadora. Esto es lo que nos enseñó con su vida Jesús de Nazaret; esto es lo que nos han enseñado, durante siglos, los verdaderos seguidores del Cristo.
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