20 enero 2023

Comentario – Domingo III de Tiempo Ordinario

 Hoy, el evangelio de Mateo nos informa de los comienzos de la actividad pública de Jesús. Jesús empieza a tomar decisiones. Tras el arresto de Juan el Bautista, decide abandonar Judea (región del Jordán) para retirarse a Galilea y establecerse en Cafarnaúm, junto al lago, ese lago que será testigo de tantas acciones de Jesús (curaciones, vocaciones, encuentros, discursos, prodigios, aclamaciones, multiplicaciones). Y mientras tanto se van cumpliendo predicciones proféticas relativas al futuro Mesías: El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande. Es la luz que empezó a irradiar Jesucristo con su sola presencia en ese lugar, la Galilea de los gentiles. Y con la luz que irradiaban sus palabras y acciones benéficas, empezó a difundirse la alegría de los que percibían en él un destello de salvación, la bondad y el poder de Dios, la presencia benéfica de Dios en sus vidas.

Era la alegría de los que sanaban milagrosamente, de los que veían renacer su esperanza al escuchar sus palabras, de los que se sentían perdonados y liberados de culpa. La presencia del profeta de Nazaret empezó a despertar grandes expectativas: nadie había hablado antes como él, ni con la autoridad con que él hablaba; nuevos aires recorrían la región; su palabra iluminaba las situaciones más tenebrosas de la vida y sus acciones despertaban esperanzas incalculables. ¿Hasta dónde llegaba el poder de este hombre que había surgido a la vera del Bautista? Así comenzó Jesús su vida públicapredicando, primero a la orilla del lago, ante un pequeño grupo de personas atraídas por su enseñanza; después, en las sinagogas (de Cafarnaúm, de Nazaret). ¿Y de qué hablaba semejante predicador?

Fundamentalmente de una cosa: del evangelio del Reino, esto es, de la buena noticia que anunciaba la cercanía del reino de Dios, el reino de las bienaventuranzas y los bienaventurados, el reino del amor, de la justicia y de la paz, el reino en el que impera la voluntad de Dios y en el que se asienta la felicidad. La presencia proactiva de Jesús ya es instauración y plasmación de ese reino en el mundo, pues él es luz y salvación, con él se iluminan las cosas y se abre camino una senda de liberación, de sanación, de contención del mal que agrava la situación del hombre en el mundo. Pero la participación en este reino requiere algo sin lo cual es imposible que el reino se haga realidad y prospere en el mundo en que habitamos: la conversión.

La conversión es el único requisito que pone Jesús a los que desean formar parte de este proyecto divino: Convertíos. Este imperativo está en la entraña de su primera predicación. Pero ¿qué significa esta palabra en semejante contexto? Fundamentalmente una cosa: Asumid la mentalidad de los moradores del Reino: incorporad a vuestra vida los valores del Reinoaprended de mí a estimar lo que vale de veras en ese Reino; vivid en conformidad con las bienaventuranzas y seréis dichosos. Pero Jesús no se limitó a anunciar la cercanía del Reino; también curó enfermedades y dolencias, dando autoridad a sus palabras y mostrando así que el Reino llegaba con él, puesto que tenía poder para hacerlo realidad. Además, buscó colaboradores para que lo acompañaran y aprendieran de él y pudieran algún día prolongar su misión en el mundo, una vez que él lo dejara.

Con esta intención se dirige a unos pescadores de la región que estaban echando el copo en el lago y les dice: Venid conmigo y os haré pescadores de hombresY ellos dejaron inmediatamente las redes y le siguieron. Es la vocación al apostolado, un tipo de pesca, pero no de peces, sino de hombres. Tal vocación encontró una respuesta inmediata. Ello es indicio de buena acogida. La prontitud en la respuesta revela al menos dos cosas: la disponibilidad de los llamados y la fuerte atracción ejercida por el que llama. Con semejante llamada Jesús ya miraba al futuro; se preparaba una sucesión. Su misión no podía acabar con su muerte o desaparición. Por eso se escoge colaboradores continuadores de su obra; pues la implantación del Reino será una tarea de larga duración, tan larga como la historia misma de la humanidad; larga y ardua; porque encontrará dificultades hasta entre sus mismos seguidores y colaboradores.

Son esas divisiones que denuncia ya san Pablo y que rompen la unidad de la Iglesia. Porque hay divisiones (de poderes, de papeles, de funciones o ministerios) que no rompen la unidad; pero las divisiones cismáticas (las que rompen la unidad) no son aptas para la instauración o establecimiento del Reino de Dios: reino de amor y de paz. Si Cristo no está dividido, su reino tampoco puede estarlo. Y en esto debemos concentrar sus seguidores todas nuestras energías; pues la unidad le es esencial al Reino, lo mismo que la armonía y la paz.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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