De Javier leoz
1.- El gran templo debajo del que estaban cobijadas esperanzas e ilusiones (fe y religiosidad, moral, ética y valores que nos parecían inamovibles) se tambalea de repente en nuestra tierra. Parece como si el evangelio de este día: “llegará el día en
que no quede piedra sobre piedra” viniese ahora a hacerse realidad. Como si de repente lo que era bueno se tornase en malo y lo que era pecado ahora resultase ser virtud.
2. - Llegaban entonces, en el Antiguo Testamento y también en tiempos de Jesús (y también ahora) profetas de tercera y cuarta categoría. Agoreros falsos que nos anuncian un nuevo mundo en contra de lo establecido; en contra de la vida; en contra del amor bien entendido; en contra de la presencia de Dios allá donde muchos la desean, la piden y la quieren para sus hijos.
Resulta paradójico que esta democracia nuestra, que enarbola los derechos más fundamentales en la libre expresión, se cierre en banda para que, por ejemplo nuestros obispos, libremente también puedan manifestar sus opiniones a la hora de defender sus posiciones en temas de gran calado social, religioso o ético. Incluso a algún prelado que otro se le ha llevado ante los tribunales por si, por sus declaraciones, era susceptible de ser enrejado. “Por mi causa os perseguirán”.
Hoy, más que nunca, los católicos necesitamos salir de la comodidad del templo para predicar con el ejemplo y con el testimonio. No podemos contentarnos con vivir una fe de catacumbas modernas. Hay muchos interesados en que el
cristianismo viva atrincherado en los templos, en las sacristías y, como mucho, en el foro interno de cada uno: son las catacumbas modernas que algunos intentan construirnos para que la iglesia ni se vea, ni hable, ni se oiga, ni se manifiesta
públicamente. Parece como si en el traído y llevado laicismo estuviera el secreto para preservar el esplendor de la verdad y de los tiempos modernos. ¿Qué intereses se esconden detrás de ello?
2.- ¡Llegará el tiempo en que no quede piedra sobre piedra! Para reconocer el señorío de Dios no es preciso encorsetarlo en las cuatro paredes de una iglesia.
Porque, el momento está cerca, los cristianos hemos de aprender a vivir en medio de contradicciones y de dificultades. A dar el “do” de pecho por la causa de Jesús. A trabajar sin desmayo para que podamos decir en verdad que el sueldo de los
trabajadores de la mies nos lo ganamos tan dignamente como un obrero después de estar en la cadena, un día y otro también, durante ocho horas seguidas. En el fondo nos falta un poco de esperanza. Hace tanto tiempo que el Señor subió a los cielos que, el final de todo, parece estar cada día más lejos. Hace tanto tiempo que no vemos signos visibles de su presencia que corremos el riesgo de morirnos arrojando al suelo las lanzas de la vigilancia activa. Hace tanto tiempo que esperamos, que nos hemos aburrido de mirar hacia el cielo esperando divisar rayos
y centellas que denoten la inminente llegada de Jesús.
En el fondo estamos también faltos de fortaleza. Una fe que no es fuerte es muy difícil anunciarla y proponerla a quien la rechaza. La sociedad opulenta, el hombre de hoy, es como un dique donde choca, frente a frente, la fe con la duda, la caridad
con el individualismo, la fraternidad con el odio, Dios con la ciencia. Estamos en época de persecución de “guante blanco” como me decía un amigo sacerdote. Ya no son necesarias las mazmorras; ahora, a la iglesia, se le amordaza en los medios de
comunicación social. Ya no son imprescindibles los circos romanos; ahora a la iglesia se le ridiculiza y se le asaetea desde diferentes medios poderosos con lanzas y dardos sangrantes. Ahora a la iglesia se le juzga, no con las manos atadas, pero
sí desde el tribunal del poder donde algunos se sienten amos y señores de la verdad, de la ciencia, de la cultura y del hombre, de la razón y de la ética. ¿Qué haremos cuando no dejemos títere con cabeza, mundo sin moral y al hombre sin
sentimientos?
3. Tiempos difíciles pero, tiempos, que merecen la pena ser vividos con fe y esperanza sabedores que hemos de ser sal y no salero, luz y no sol, gotas de agua y no océano. ¿Qué por qué digo esto? Porque en muchas ocasiones la Iglesia, en
algunas circunstancias, lo hemos tenido tan fácil que hemos olvidado que la evangelización es un camino de espinas y no de rosas, un camino de propuestas y no de imposiciones, un camino de conversión y no de mera religiosidad, un camino
de valentía y no de repliegue. Para ello hay que volver a ser levadura y sal, azúcar y no azucarero, evangelio viviente y no una Biblia cerrada en el cómodo estante de la sala de estar. Con nuestra perseverancia salvaremos, no los muebles, y sí
nuestras almas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario