Introducción
La palabra de Dios de este domingo, cuando aún está muy reciente la conmemoración de los fieles difuntos, sigue insistiendo en el misterio de la vida después de la muerte: «esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Estas palabras del Credo nos recuerdan que no estamos destinados a la nada, sino que, por don de Dios, nuestro horizonte se abre a la promesa de una vida plena después de esta existencia terrena.
Es una invitación a meditar sobre este gran misterio de la vida cristiana, sobre el sentido del vivir y del morir, que de alguna manera siempre ha inquietado al ser humano. La fe en un Dios quenos ha creado para la vida y no para la muerte fue creciendo poco a poco en el Pueblo de Israel hasta culminar en la persona de Jesús. Con el don de su vida, muerte y resurrección él nos ha enseñado a vivir el presente con un significado nuevo, abriéndonos a un horizonte de eternidad insospechado.
Un porcentaje notable de la sociedad muestra poco interés por la eternidad; se preocupa, justamente, de alargar y mejorar la calidad de la vida aquí en la tierra. Pero es de lamentar la pérdida, o el olvido, de ese horizonte de eternidad, esencial para la plena realización de la vida humana. Como creyentes en Cristo ¿aceptamos el reto de dar testimonio de nuestra esperanza cristiana, en un mundo que siente un vacío de esperanza en el presente y en el futuro? En este sentido son muy oportunas las palabras de S. Pablo en su carta a los Tesalonicenses, parte de la liturgia de este domingo: “Que Dios nuestro Padre, que nos amó y nos dio gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza, os reconforte y fortalezca en toda obra y en toda palabra buena”.
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