LA MEMORIA DEL CORAZÓN
Por Gustavo Vélez, mxy
1.- “Yendo Jesús de camino, diez leprosos vinieron a su encuentro y le gritaban: Maestro, ten compasión de nosotros. El les dijo: Id a presentaros a los sacerdotes”. San Lucas, Cáp. 17. “El pueblo insensato que habita en Siquén”. Así llama el autor del Eclesiástico a los samaritanos, a quienes los judíos debían evitar en todo momento, para no contaminarse. Pero san Lucas nos cuenta cómo la desgracia pudo unir a unos leprosos de estos dos pueblos. Al llegar a una aldea, un grupo de enfermos le gritaba desde lejos a Jesús: “Maestro, ten compasión de nosotros”. El Señor hubiera podido curarlos de inmediato, como lo hizo en otras ocasiones. Pero, de acuerdo con las leyes judías, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”.
Según ordenaba el Levítico, sólo éstos debían certificar quiénes sufrían la enfermedad maldita. Un mal horrendo, entendido además como castigo del Cielo. También los sacerdotes verificarían si alguien se había curado. Entonces una leve esperanza surgió en el corazón de aquellos desdichados. Quizás algunos habían tratado ya con los ministros del culto, para escuchar el implacable diagnóstico: Lepra. Ahora este profeta de Galilea, que había sanado a tantos, les ordenaba subir a Jerusalén. No estaban lejos de la capital. Avanzarían entonces al ritmo de sus dolores, buscando no mezclarse con la gente, como estaba prescrito. Luego, ante el sacerdote de turno, ¿qué le podrían decir?
Y mientras cavilaban se sintieron curados. De inmediato brilló la lógica admirable de uno de ellos: Ya no valía llegar al templo. Era urgente agradecer al bienhechor. Entonces este hombre volvió sobre sus pasos, para echarse “por tierra delante de Jesús, alabando a Dios a grandes gritos”. Jesús lo acoge con una expresión de amable desengaño: “¿No han quedado limpios los diez? Los otros mueve ¿dónde están?” “Y éste era un samaritano”, apunta el evangelista.
2.- En el esquema de inmediatismo y eficacia, impuesto por la cultura de hoy, abundan los mecanismos para pedir favores. Para la gratitud no queda tiempo. Jesús enseña que el ser agradecidos es parte sustancial de la fe. Elemento indispensable en el trato con Dios. Traduce la nobleza interior y obviamente atrae nuevos beneficios. La gratitud es la aristocracia del alma, ha escrito alguno, la memoria del corazón. Naamán, un pagano curado por el profeta Eliseo, según el libro segundo de los Reyes, nos dio ejemplo de gratitud: “Ahora reconozco que no hay sobre la tierra más que el Dios de Israel”.
3.- Cabría ahora examinar bajo qué signo discurren nuestras relaciones humanas y, de modo especial, nuestra oración. ¿Interés? ¿Olvido? ¿Reconocimiento? Allá en Jerusalén, el sacerdote, mediante un prolijo ceremonial, declararía limpios a los recién curados. Ellos volverían a su hogar y sus quehaceres, con un cuerpo lozano. Pero nueve de ellos con un corazón incapaz de recordar los beneficios. La leyenda sitúa más tarde a este samaritano en Sicar, una aldea cercana al pozo de Jacob, donde el Maestro se encontró con aquella mujer de los cinco maridos. Al reencontrar a Jesús, él lo invitó alegre a su casa para celebrar de nuevo con los suyos, el inmenso regalo recibido. Fue uno de quienes, como apunta san Juan, dijeron entonces: “Ya no creemos por la palabras de la mujer. Nosotros mismos sabemos que éste es el Salvador”.
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