Tanto en la primera lectura como en el Evangelio se nos habla de dos personajes que fueron curados de la lepra. En el primer caso, por la intercesión del profeta Eliseo; en el segundo, por el mandato de Nuestro Señor Jesucristo. Ser leproso y estar excluido de la sociedad en aquellos tiempos implicaba prácticamente la misma condición. Ser leproso y ser un pecador no tenía mayor diferencia. En el Evangelio, Jesús nos muestra su compasión sanando a un grupo de leprosos. La mayoría de los enfermos —el grupo de nueve— siguen el camino, pero luego uno de ellos —curiosamente, el samaritano— se detiene y reconoce la gloria de Dios y la gracia recibida, enseñándonos de este modo el don de la fe y su gratuidad en la vida.
Son muchas las «lepras contemporáneas» que azotan nuestra vida cristiana y nos separan del amor de Dios. Pero si tenemos la fe y la confesamos, como lo hace Pablo en su carta a Timoteo, Dios permanecerá fiel, porque no puede negarse a sí mismo.
La vida cristiana necesita la experiencia de la compasión y de la fe: la lepra es el punto de partida para comprender el mensaje del Evangelio de hoy. Y es que en nuestra vida ordinaria pueden aparecer experiencias tan dramáticas como la lepra, experiencias que nos hacen caer en la cuenta de nuestra vulnerabilidad y fragilidad humanas. Entonces nos volvemos capaces de abrirnos tanto a la compasión de Jesús como a la fe del samaritano.
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