En este Domingo el Señor nos vuelve a hablar -ampliando un poco más el tema del Domingo anterior- de los bienes espirituales y de los bienes materiales, de lo celestial y de lo terreno, de lo temporal y de lo eterno.
Contienen las Lecturas de hoy una grave advertencia para los que vivimos apegados a los bienes materiales, olvidándonos de compartirlos con los que carecen de esos bienes. Traen -por lo tanto- un llamado al ejercicio de la caridad, en su aspecto de compartir con los demás.
El Evangelio (Lc 16, 19-31) nos trae la Parábola narrada por el Señor de un hombre muy, muy rico, que vivía en medio de muchos lujos y bienes superfluos, y que no era capaz de ver la necesidad de un pobre que siempre estaba en la puerta de su casa.
Y sucede que ambos personajes mueren. Nos dice el Evangelio que el pobre fue llevado por los Ángeles al “seno de Abraham”. Así se nombraba el lugar donde iban los muertos antes de que Cristo muriera, resucitara y abriera las puertas del Cielo. Es decir que el destino del mendigo Lázaro fue de felicidad eterna.
¿Qué sucedió con el rico? Nos dice el Evangelio que fue al “lugar de castigo y de tormentos”. Es decir, el destino del rico egoísta fue de condenación eterna.
Pero debemos ver bien... No nos dice el texto que el rico fue al Infierno por ser rico. No ... El rico fue al Infierno por ser egoísta, por no saber compartir, por no tener compasión de los necesitados, por no usar bien su dinero, por usar su dinero solamente para sus lujos. Esto quiere decir que la riqueza en sí no es un pecado. El pecado consiste en no usar rectamente los bienes que Dios nos da. El pecado consiste en no saber compartir los bienes que Dios nos da.
La Primera Lectura del Profeta Amós (Am 6, 1.4-7) describe a los que viven en medio de lujos y excesos, a espaldas de las necesidades de los demás. Reprende seriamente a “los que no se preocupan por las desgracias de sus hermanos”. El Profeta advierte claramente sobre el destino de los que así se comportan. Dice así: “Por eso irán al destierro”.
Y ¿qué es el “destierro”? Aunque esta profecía del destierro se cumplió para el pueblo de Israel treinta años después, a causa de su decadencia moral, el “destierro” tiene un sentido espiritual más amplio para nosotros hoy en día: es el mismo lugar de tormentos al que fue el rico del Evangelio, el Infierno.
El Infierno viene nombrado muchas veces en la Sagrada Escritura. Es uno de los Dogmas de nuestra Fe Católica que más veces se nombra en la Biblia con diferentes nombres, como hemos visto en estas Lecturas de hoy. Por cierto, es bueno insistir que el Infierno -al igual que el Cielo y el Purgatorio- son Dogmas de Fe; es decir: son de obligatoria creencia por parte de todos los Católicos.
Fíjense que en este texto evangélico vemos al mismo Jesucristo hablarnos del Infierno, y hablarnos también de la posibilidad que tenemos de condenarnos para siempre, si no obramos de acuerdo a la Voluntad de Dios. En el caso del rico de la parábola, se olvidó de la Voluntad de Dios y se regía sólo por sus apetencias. Por eso falló en caridad, generosidad, compasión, y estuvo pendiente sólo de sus gustos y lujos, olvidándose de Dios y de los demás.
Decíamos que el Señor nos hablaba con su Palabra hoy sobre los bienes espirituales y los bienes materiales. Respecto de los bienes materiales ya lo hemos expresado: hay que saber c o m p a r t i r. Hay que saber estar atentos a las necesidades de los demás. Hay que saber ayudar a quien necesita ser ayudado.
Las Lecturas de hoy nos recuerdan que la búsqueda de bienes materiales podría más bien alejarnos del camino del Cielo. La búsqueda de bienes materiales podría alejarnos de lo que San Pablo nos recuerda en la Segunda Lectura (1 Tim 6, 11-16): “la conquista de la vida eterna a la que hemos sido llamados”. La búsqueda de bienes materiales nos puede cegar, haciéndonos creer que el dinero y las cosas que con el dinero conseguimos, es lo único verdaderamente importante y necesario. Y no es así.
Debemos recordar que los bienes verdaderamente importantes son los bienes espirituales. Estos son los bienes que no se acaban. Son los que realmente debemos buscar. Son los que nos aseguran la conquista de la vida eterna, de la que nos habla San Pablo hoy.
Y ¿cuáles son esos “bienes espirituales”? Son todas aquellas cosas relacionadas con la vida espiritual. No basta solamente evitar el pecado. No basta solamente venir a Misa los Domingos, que es un precepto indispensable de cumplir.
En la Misa, además, nos nutrimos de la Palabra de Dios, de la enseñanza en la Homilía, nos nutrimos también de Dios mismo al recibirlo en la Comunión. Pero eso no basta. Es necesario ir creciendo en las virtudes, tratar de ser cada vez mejores, especialmente a través de la oración frecuente. Aprovechando todas estas gracias, vamos procurándonos “bienes espirituales”.
Volvamos -entonces- al relato del Evangelio, que tiene dos partes bien diferenciadas. Vemos que en la primera parte el Señor nos describe cómo debe ser el uso de los bienes materiales y las consecuencias que puede tener el usarlos mal.
La segunda parte nos describe lo que es la eternidad, lo que es la otra vida. La primera cosa que debemos observar en el relato hecho por el mismo Jesucristo es que, después de la muerte, hay salvación o hay condenación.
No nos habla Jesucristo de nada que se parezca a la reencarnación, ese mito nefasto que se nos ha estado metiendo aún entre los Católicos. Sepamos que es verdad de fe que se vive en esta tierra una sola vez y que después de esta vida terrenal hay o condenación, o salvación, y que podemos salvarnos yendo directamente al Cielo o pasando primero una etapa de purificación en el Purgatorio, para luego ir al Cielo.
Sigue relatando el Señor en esta parábola que el rico pide desde su lugar de tormentos al menos una gota de agua para refrescarse de las llamas que lo torturan. Y Abraham le responde que eso no es posible, que ya no hay remedio. Es una descripción de lo que es el Infierno: es un lugar de tormentos y de fuego. Y además, sin remedio: quien llega allí ya no puede regresar.
Dice el texto: “entre ustedes y nosotros se abre un abismo inmenso, que nadie puede cruzar, ni hacia allá, ni hacia acá”. No estamos tratando de asustar. Simplemente estamos extrayendo del Evangelio lo que el mismo Cristo contó a sus seguidores y que nos cuenta a nosotros, que somos sus seguidores de hoy.
Insiste el rico que al menos, entonces, envíe al pobre Lázaro a avisarle a sus familiares, para que ellos no acaben en ese lugar de tormentos. Se le responde que ya Moisés y los Profetas han hablado sobre esto.
Sigue insistiendo el rico: “Pero si un muerto va a decírselos, entonces sí se arrepentirán”. Y viene, entonces, la sentencia final del Señor: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas” -es decir, si no escuchan la Palabra de Dios- “ni, aunque un muerto resucite harán caso”.
Y ¿a qué muerto se refiere el Señor? ... Se está refiriendo a Él mismo. Él nos dejó su Evangelio que completa la Ley que Dios dio a Moisés y las enseñanzas de los Profetas. Él murió y resucitó. Y todavía hay gente que no cree en ese muerto, en ese muerto resucitado, que es nada menos que Dios hecho Hombre.
Y -peor aún- todavía hay Cristianos que no practican sus enseñanzas. Todavía hay Católicos que se dan el lujo de llamarse así y de negar algunas verdades de la fe cristiana, como sucede cuando se niega la existencia del Infierno, o cuando se está creyendo en esa mentira de la reencarnación, que niega la Verdad sobre la Vida Eterna.
Recordemos las lecciones de las Lecturas de hoy: el recto uso de los bienes materiales, los bienes verdaderamente importantes son los espirituales, y la Verdad sobre la Vida Eterna, que es ésta: después de la muerte no volvemos a esta vida terrena, sino que hay para nosotros salvación eterna o condenación eterna.
Con el Salmo 145 alabamos “al Señor que viene a salvarnos”. Reconocemos la Divina Providencia, que “hace justicia al oprimido, da pan a los hambrientos y libera al cautivo... premia al justo... y trastorna los planes del inicuo... Dios reina por los siglos”. Amén.
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