08 septiembre 2022

Domingo 11 septiembre: RETORNAR SIEMPRE

 RETORNAR SIEMPRE

Por Antonio García Moreno

1.- "Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto..." (Ex 32, 7) Otra vez el pueblo escogido se ha olvidado de Dios, le vuelve la espalda y busca un dios más fácil, más hecho a la corta medida de sus corazones. Un dios manejable, un dios al que traigan y lleven de un lado para otro. Por eso los hebreos se hicieron un becerro de oro, un ídolo semejante al que habían visto en Egipto. Pobre corazón del hombre fabricándose dioses a su corta medida. Un amuleto, unos cuernos, una herradura, un gesto, una palabra, un número...

Otras veces el ser adorado es un hombre, una voz, un rostro, unas piernas que dan patadas o, en el peor de los casos, unos billetes verdes o azules, aunque estén viejos y manchados... Y ante todo eso se postra, por todo eso se afanan, se sacrifican sin escatimar nada. La historia, de un modo o de otro, se repite. Todos los hombres somos iguales, pueblo de dura cerviz, que se empeña en seguir su propio camino, en lugar de recorrer el que Dios ha señalado... Ojalá que reconozcamos nuestro pecado de idolatría y lo abandonemos. Ojalá volvamos nuestros ojos al Dios verdadero, el que de veras nos libra y nos salva.

"Entonces Moisés suplicó al Señor su Dios: ¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo?" (Ex 32, 11) No te enfades, Señor, con nuestra absurda actitud, no te llenes de ira al vernos tan lejos de ti, tan cerca de esos diosecillos de nuestro cine y nuestro deporte, tan creídos en el poder mágico de cosas sin sentido. Al fin y al cabo somos hijos tuyos, obra de tus manos. Estamos bautizados, hemos sumergido en el agua a nuestro hombre viejo, lo hemos matado para hacer posible la resurrección de este hombre nuevo. Somos conquista de Cristo, Él nos ha ganado en el brutal combate del Calvario.

Y nos dice el texto sagrado que el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo... Repite tu gesto, tu perdón. Sí, no tomes en cuenta nuestras chiquilladas. No descargues el duro golpe de tu puño. Perdónanos una vez más. Y que tu perdón, tantas veces repetido, nos haga rectificar seriamente nuestra torcida ruta y encaminemos, decididamente, nuestros pasos hacia ti.

2.- "Misericordia, Dios mío, por tu bondad..." (Sal 51, 1) De nuevo la Santa Madre Iglesia pone en nuestros labios el salmo "misereare", el canto encendido del pecador que se arrepiente, la fervorosa plegaria de un corazón compungido, la oración humilde que tanto agradó a Dios que le arrancó el perdón y la compasión por David. Un salmo penitencial por excelencia que cada uno ha de repetir, pesaroso y apenado por haber ofendido a Dios, que tanto nos ama. Hay que rectificar de continuo. Esta es la historia de nuestra vida espiritual. Sí, es preciso convertirse cada día, puesto que cada día nos estamos desviando del recto camino. Sólo los soberbios no rectifican, los orgullosos que permanecen obstinados en su actitud torcida.

Pidamos misericordia al Señor de la bondad, roguemos que por su inmensa compasión borre nuestra culpa, lave del todo nuestro delito y limpie nuestro pecado. Es este salmo una oración de gran consuelo para los que sabemos de nuestra debilidad y malicia. Palabras que suavizan las heridas de los pobres pecadores que luchamos por no serlo.

"Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme..." (Sal 51, 12) Además de implorar el perdón divino, hemos de suplicar humildemente que nos transforme. Que cambie nuestro corazón, tan sucio y egoísta en ocasiones, y que lo haga sencillo y generoso. Un buen corazón que sepa negarse a sí mismo y volcarse en los demás, que sepa de entregas y desinterés, de amores nobles y limpios.

Pidamos a Dios con el salmista que no nos arroje lejos de sí, que no nos despoje de su Espíritu, que no nos eche de su presencia, que no nos prive de su cariño. Sin Dios la vida carece de sentido, se transforma en muerte. Sólo Dios llena el corazón del hombre, y satisface los más íntimos anhelos.

Señor, me abrirás los labios -pídeselo tú también-, y mi boca pregonará tu alabanza. Haznos experimentar la dulzura de tu perdón, la riqueza de tus dones, para poder luego proclamar tu grandeza y llenar de gozo y de luz la triste y oscura existencia de tantos hombres.

3.- "Doy gracias a Cristo Jesús nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí..." (1 Tm 1, 12) San Pablo recuerda su vida y se llena de gratitud hacia ese Dios que tanto le ha favorecido en su vida. El Apóstol confiesa una vez más que hubo un tiempo en que fue perseguidor de la Iglesia, blasfemo de Cristo, violento y duro con los cristianos Pero Dios tuvo compasión de mí -nos dice-, Dios derrochó su gracia conmigo, dándome la fe y el amor cristiano.

También nosotros tenemos motivos para estar agradecidos, también nosotros hemos sido objeto de la misericordia divina. Sí, muchas veces el Señor se ha compadecido de nuestra miseria y ha derrochado su gracia y su perdón. Nos ha dado la fe y ha infundido en nuestro corazón el amor de Cristo.

Dios se ha fiado de mí, podemos afirmar también. Nos ha entregado este tesoro maravilloso que nos conduce a la vida eterna, la Eucaristía, el Pan de su Palabra y de su Cuerpo. Vamos, por tanto, a esforzarnos por no defraudar esa confianza de Dios para con cada uno, vamos a serle muy fieles

"Que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero..." (1 Tm 1, 15) Pablo sigue hablando en el mismo tono de confidencia, con un claro afán de comunicarnos sus experiencias personales, a fin de que nos aprovechemos de ellas. Soy el primer pecador, dice con sencillez, y por eso Dios se compadeció de mí, para que en un pecador se mostrara toda la paciencia de Cristo, pudiendo así ser modelo de los que creerán y alcanzarán la vida eterna.

Dios se ha fiado de nosotros, decíamos antes. Y deseábamos no defraudarle, y corresponder a esa confianza. Pero en el fondo también sabíamos que era muy posible una nueva traición, una nueva deslealtad. Y quizá eso nos frenara en nuestro propósito y deseo. Sin embargo, hay que desechar ese temor. Primero porque Dios es infinitamente poderoso y puede remediar nuestra flaqueza. Después porque mientras hay vida hay esperanza, y detrás de una caída siempre está Dios, dispuesto a levantarnos, a perdonarnos y recomponer lo que se haya roto. Animados por eso vamos a intentarlo otra vez, vamos a intentarlo siempre. Ya que Dios se ha fiado de nosotros, vamos nosotros a fiarnos de él.

4.- "Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos..." (Lc 15, 2) Jesús, rodeado de publicanos y pecadores, escandaliza a la gente honorable de su tiempo. Ellos, los nobles y los sacerdotes, no podían admitir que quien pretendía ser el Mesías, el Rey liberador de Israel, alternara con aquella chusma. Por eso le criticaban y murmuraban entre ellos. El Señor, como siempre, sabe lo que está ocurriendo y pronuncia entonces las más bellas y entrañables parábolas que salieron de sus labios, la de la oveja perdida y la del hijo pródigo.

¿Cómo no ha de ir el pastor en busca de la oveja perdida, cómo se va a quedar tranquilo mientras no la encuentre? Dejará, eso sí, en lugar seguro el resto del rebaño, pero luego recorrerá el valle y la montaña, palmo a palmo, para llamar con silbos de amor a la oveja extraviada. Y eso es lo que hace Cristo con cada uno de nosotros, pobrecitas pecadores, hasta que logra encontrarnos, malheridos quizás y hambrientos, tristes y solos.

Sí, Jesús es el Buen Pastor que busca a sus ovejas a riesgo de su propia vida, el que se alegra cuando la encuentra, el que la acaricia y la consuela, el que carga con ella sobre sus hombros y vuelve dichoso al redil, porque apareció la que ya se daba por perdida. Para que entendamos lo que nos quiere decir, añade la parábola de la mujer que pierde una dracma y lo revuelve todo hasta dar con ella. Y, a renglón seguido, por si todavía estuviera oscura su doctrina de perdón y de amor, expone la parábola del hijo pródigo. Ese hijo menor, el más querido quizá, que pide su heredad con afán de independencia y de libertad, para abandonar a su padre y malgastar lo que tanto sacrificio y trabajo había costado. Conducta cruel y absurda que revivimos en nosotros mismos cada vez que cometemos un pecado mortal.

Aquel libertino pronto pagaría con creces su insensatez y su maldad, pronto gustaría la amargura de la soledad, el abandono de los que le festejaban cuando tenía dinero y le volvieron la espalda cuando se le acabó. Allí, entre aquellos cerdos, rumiaba su dolor y su vergüenza, lloraba en silencio al recordar la casa de su padre cuyos jornaleros vivían mil veces mejor que él. Recuerdo de la bondad y cariño de su padre que le hace renacer a la humilde esperanza de su perdón, aunque ya no pueda ser como antes, aunque ya no sea considerado como un hijo. Se contentaría con ser el último de sus criados. Incluso así estaría mucho mejor que entonces. En un arranque de valor y de humildad decide volver, sin importarle presentarse harapiento y vencido.

Cada atardecer se asomaba al camino aquel padre que no podía olvidar a su hijo menor y perdido, deseando su retorno con toda el alma. Por eso cuando le ve venir sale corriendo a su encuentro, lo estrecha entre sus brazos, le besa, ríe gozoso y también llora. Jesús piensa en el Padre que tanto ama a sus hijos, que no ha dudado en entregar al Unigénito para redimir a los pecadores. Reflexionemos en todo esto, dejemos de una vez el andar tras del pecado, retornemos una vez más, siempre que haga falta, pobres hijos pródigos hasta la casa paterna, donde Dios nos espera con los brazos abiertos.

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