Por José María Maruri, SJ
1.- La pregunta es taxativa: “¿Serán muchos…?”. Es una pregunta que con frecuencia se oye: ¿Irán muchos al infierno? Naturalmente que nunca nos metemos nosotros, porque aquello de que al cielo iremos los de siempre, los que venimos a misa todos los domingos. Posiblemente ese era el sentido que quería darle a la pregunta el que la hizo, que si además de los de siempre irán otros al cielo.
Y la contestación del Señor a ese israelita imbuido en el pensamiento de que solo ellos eran el pueblo elegido es clara: de oriente y de occidente vendrán multitud de gente que entrarán en el Reino y se sentarán junto a los buenos israelitas de todos los tiempos, los representados por Abrahán, Isaac y Jacob.
Ya no hay raza ni pueblo elegido, tampoco lo hay ahora en nuestros tiempos. No nos vale haber sido una nación católica, ni tener muchas catedrales que se nos están desmoronando en polvo, ni haber tenido una madre gran rezadora del Rosario, ni una tía monja carmelita, porque en el cielo hay que entrar uno a uno, sin recomendaciones, y por una puerta tan estrecha que para pensar por ella hay que dejar toda clase de mochilas. La única carga que se nos permite meter allí es la sencillez y bondad de corazón.
2.- Habéis visto a esos jóvenes, ellos y ellas, cargados de enormes mochilas, hundidos bajo su peso que intentan subir al tren que a la sierra, cerca de Madrid. Y tienen que hacer toda clase de piruetas para entrar en el vagón. Pues ante la puerta estrecha del Reino no hay piruetas que valgan. O tiras al andén la mochila o no subes al tren.
Y todo el que tire la mochila, sea judío o pagano, entra en el tren porque el primero que está interesado de que todos suban al tren es el Señor, el maquinista, el primero que subió a ese tren por su Resurrección y que quiere entrar en su Reino con el tren repleto de gente buen corazón. El que hará toda clase de piruetas para ayudarnos a subir al tren sin mochila es el Señor.
3.- Os voy a leer una nota encontrada en el bolsillo de un soldado norteamericano muerto en la II Guerra Mundial, en el Norte de África:
“Escúchame, Dios mío, jamás te había hablado. Me dijeron que no existías y yo les creía. El otro día, desde el fondo de un hoyo de obús, vi tu cielo. Y de repente me di cuenta que me habían engañado. Me pregunto, Dios, su tú te dignarías estrecharme la mano y creo que me vas a comprender… Qué extraño que haya necesitado llegar a este lugar infernal para poder ver tu rostro. Te quiero y quiero que lo sepas. Va a empezar un horrible combate. Es posible que llegue a ti esta misma tarde. No habíamos sido amigos hasta ahora. Me esperarás a la puerta”.
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