27 agosto 2022

DOMINGO XXII ORDINARIO 28 de agosto del 2022

 El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido

 Fuente: Evangelio dominical.

LA PALABRA DE DIOS

Ecl 3, 17-18. 20. 28-29: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad.”

Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad, y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes.

No corras a curar la herida del orgulloso, pues la maldad echó raíz en él.

El hombre inteligente medita los proverbios y el sabio anhela tener oídos atentos.

Sal 67, 4-7.10-11: “Preparaste, oh Dios, casa para los pobres”

Los justos se alegran,
gozan en la presencia de Dios,
rebosando de alegría.
Canten a Dios, toquen en su honor;
su nombre es el Señor.

Padre de huérfanos, protector de viudas,
Dios vive en su santa morada.
Dios prepara casa a los desvalidos,
libera a los cautivos y los enriquece.

Derramaste en tu herencia, oh Dios, una lluvia copiosa,
aliviaste la tierra extenuada;
y tu rebaño habitó en la tierra
que tu bondad, oh Dios, preparó para los pobres.

Heb 12, 18-19. 22-24: “Se han acercado a Dios y a Jesús, mediador de la nueva Alianza.”

Hermanos:

Ustedes no se han acercado a un monte que se puede tocar, a un fuego encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de la trompeta; ni han oído aquella voz que el pueblo, al oírla, pidió que no les siguiera hablando.

En cambio ustedes se han acercado al monte Sión, a la ciu­dad del Dios viviente, a la Jerusalén celestial; a millares de án­geles en fiesta, a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos que han llegado ya a su perfección, y a Jesús, Mediador de la nueva Alianza.

Lc 14, 1.7-14: “Cuando te inviten a una boda, no te sientes en el puesto principal”

Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer; y ellos lo observaban atentamente.

Notando que los invitados escogían los primeros puestos, les propuso esta parábola:

— «Cuando te inviten a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan invitado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que los invitó a ti y al otro y te dirá: “Cédele a éste tu sitio”. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto.

Al contrario, cuando te inviten, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga quien te invitó, te diga: “Amigo, sube más arriba”. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

Y dijo al que lo había invitado:

— «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus ami­gos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado.

Cuando des un banquete, invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuan­do resuciten los justos».

Es sábado, día del descanso judío. El Señor Jesús sigue su marcha a Jerusalén. En algún pueblo del camino es invitado a su casa por «uno de los principales fariseos para comer». No es explícito el Evangelista sobre el motivo de la invitación, pero sí nos dice que ya en casa del fariseo «ellos lo observaban atentamente». ¿Quién es éste que alborota a las gentes con sus enseñanzas y sus milagros? ¿Es un enviado de Dios, o un impostor? Sin duda querían saber de Él, conocer su doctrina, examinarla a fondo.

Pero los fariseos no son los únicos que observan. También el Señor observa. Observa no para criticar o descalificar, sino para educar, para enseñar, para ayudar, para amonestar. ¿Qué observa? Que a los fariseos que iban llegando a la comida les gustaba colocarse en los puestos de mayor honor. Observa, en el fondo, su afán por ser tenidos como importantes, de ser enaltecidos, de ser reconocidos por los demás y tratados con privilegios.

La escena da pie al Señor a pronunciar una parábola con una doble finalidad: invitar a la humildad y advertir sobre el criterio que Dios usará al final de los tiempos para determinar quienes merecerán los puestos de mayor honor.

Propone el Señor el siguiente criterio: «Cuando te inviten a una boda, no te sientes en el puesto principal». Y es que quien busca sentarse en el puesto principal sin que le corresponda, se expone a ser avergonzado públicamente cuando el anfitrión le pida ceder su puesto a un huésped de más categoría que él. Para colmo de la vergüenza, tendrá que ir a  «ocupar el último puesto», ya que todos los demás puestos están ya ocupados.

 El Señor, a quienes se mueven por la vanidad y soberbia, los invita a ser modestos y humildes proponiéndoles un argumento de sensatez. Si son inteligentes, no deben exponerse a aquello que tanto temen: ser avergonzados y humillados públicamente. Lo sabio es escoger un puesto humilde, o más bien, lo sabio es ser humildes. Parece contradictorio, pero es justamente quien no busca la grandeza quien será enaltecido por aquél que lo ha invitado. Exaltarse uno a sí mismo, arrogarse puestos importantes y privilegiados pisando incluso a los demás, es pura ilusión de grandeza. Tarde o temprano quien acostumbra exaltarse a sí mismo quedará terriblemente humillado.

También en esta parábola el banquete de bodas representa el Reino de Dios. El Señor da a entender a los fariseos que los puestos de honor en el Reino de los Cielos no son para los que creen tener privilegios, para los soberbios y vanidosos, sino para los humildes y sencillos de corazón. Si quieren entrar en el Reino de los Cielos y alcanzar puestos de honor, deben cambiar de mentalidad y actitud.

Culminada la parábola y lección primera, el Señor propone a su anfitrión algo sumamente radical: preparar un banquete e invitar no a quienes le puedan retribuir con otro banquete, sino a quienes serán incapaces de hacerlo: pobres, ciegos, lisiados. Si obra así, ciertamente quedará sin retribución en esta vida, pero el Señor le garantiza que estos mismos le pagarán «cuan­do resuciten los justos». La retribución, en realidad, la recibirá de Dios mismo, quien lo hará ingresar al banquete del Reino eterno y quien finalmente dará a cada cual el puesto que merece. Él es quien, finalmente, derribará a los potentados de sus tronos y exaltará a los humildes (Ver Lc 1, 52).

El Señor Jesús invita a quien lo escuche a acercarse a Dios y a acercarse a también a su Enviado, el «Mediador de una nueva Alianza» entre Dios y los hombres (2ª. lectura). Él es el Modelo de cómo hacerse el último y servidor de todos (Ver Mt 20, 26-28). Quien como Él se “abaja” para servir y elevar a los demás, no sólo alcanzará «el favor de Dios» en la resurrección futura, sino que también será querido en esta vida «más que al hombre generoso» (1ª. lectura).

Suele suceder que en nuestras relaciones con los demás entra en juego aquél mismo mecanismo que motivó a algunos invitados a la cena a buscar los primeros puestos: nos ponemos “máscaras”, fingimos cosas que no somos, exageramos cosas que hemos hecho o inventamos otras para llamar la atención, exaltamos nuestras virtudes y escondemos nuestros defectos, cedemos y hacemos cosas que sabemos que van en contra de nuestra consciencia y principios tan sólo para ser aceptados por los demás, llamamos la atención con gestos o formas de vestir, ostentamos vanidosamente nuestra apariencia o los bienes que tenemos para sentirnos “más”, buscamos tener éxito y sobresalir en todo lo que podamos para cosechar la gloria humana, o también nos callamos cuando tenemos que defender la verdad por temor a “perder el puesto”. En fin, cada cual, consciente o inconscientemente, actúa en no pocas ocasiones movido por ese afán de ser enaltecido, de ser bien considerado por lo demás, de estar cerca de personas importantes para sentirse importante uno mismo, de “escalar un puesto”.

Es interesante observar que el Señor no niega la aspiración a la grandeza, a ser enaltecidos, y es que Dios mismo ha puesto en el corazón humano ese deseo para que luche por conquistar la verdadera gloria y grandeza. Lo que hace el Señor es mostrar el camino por el que cada cual será verdaderamente enaltecido, “elevado”, engrandecido. La verdadera grandeza humana la alcanza no el vanidoso, no el soberbio, no el que se cree más que los demás por ser importante o tan sólo por estar cerca de personas importantes, sino el humilde, el que en todo procede con sencillez, el que incluso siendo una persona muy importante se abaja para servir y elevar a los demás.

Para alcanzar la verdadera grandeza humana, para ser enaltecidos auténticamente, la virtud de la humildad es esencial en nuestras vidas. La humildad es el fundamento de todas las demás virtudes, ella es la más importante de todas. “Humildad es andar en verdad”, es decir, no creerte más pero tampoco menos de lo que verdaderamente eres, pues así como no debes aparentar ser más o creerte superior a los demás, tampoco debes aparentar ser menos o pensar que nada vales.

Para descubrir quién soy y cuál es mi verdadero valor es necesario conocerme a mí mismo a la luz del Señor Jesús, aprender a mirarme con los ojos con que Él me mira. Sólo se conoce y se valora rectamente a sí mismo quien conoce y ama al Señor, porque Él «revela el hombre al propio hombre» (Gaudium et spes, 22). En Cristo descubrimos la verdad sobre nosotros mismos y de Él podemos aprender a ser verdaderamente humildes.

Llamados a vivir la humildad

2540: La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad.

2559: «La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes». ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde «lo más profundo» (Sal 130, 14) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (Ver Lc 18, 9-14). La humildad es la base de la oración. «Nosotros no sabemos pedir como conviene» (Rom 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (S. Agustín).

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