CALLAR Y CONTEMPLAR EL MISTERIO
Hablar de la pasión y muerte de Jesús resulta doloroso por la absoluta seguridad de que uno va a empequeñecer el misterio. Lo más obvio después de escuchar el relato es callar y contemplar. Estamos ante una historia asombrosa de fe.
Cuando sus admiradores y seguidores contemporáneos reciben y aclaman triunfalmente a Jesús, lo hacen viendo en él al futuro libertador temporal que les iba a liberar de la opresión social en que vivían. Hoy le aclamamos con un sentido mucho más pleno: como al libertador de la raíz de todas las esclavitudes que es el egoísmo. Y nos libera no con poderosos medios temporales, sino con la fuerza de su amor, con su entrega total, aunque con ello arriesgue su vida y la pierda.
Jesús no tenía nada de ingenuo. Cuando inició su aventura profética, lo hizo con plena consciencia de que emprendía un camino martirial. Él lo sabe, y se lo advierte a los apóstoles. Es «imprudente» metiéndose en la boca del lobo. Si fuera un poco más diplomático… si supiera contemporizar un poco… si tuviera un poco más de paciencia y no quisiera arreglar el mundo en cuatro días… si no fuera tan radical… si supiera negociar con sus enemigos… Pero no hay nada que hacer: Jesús ha apostado por el Reino, por la dignificación y liberación de sus hermanos, y no hay quien lo detenga.
Jesús sabe perfectamente que está sentenciado a muerte por sus enemigos frontales, los escribas y fariseos. Pero tenía a varias salidas para evitarla: 1º matizando sus afirmaciones más conflictivas, como hacen los políticos cuando sus declaraciones provocan conflictos inesperados, pero Jesús no se desdijo ni un ápice; 2º retirándose a Nazaret, renunciando a su ministerio profético, pero Jesús no entiende de repliegues cuando se trata de la causa del Padre, que es la causa de sus a hermanos; 3º recurriendo a la fuerza de sus simpatizantes, pero Jesús no entiende de violencia: «bienaventurados los pacíficos» (Mt 5,9). Jesús renuncia martirialmente a todas estas escapatorias.
JESÚS, EL FRACASADO
A los ojos de sus contemporáneos Jesús es el gran fracasado. «Pasó haciendo bien y curando a los oprimidos por el diablo» (Hch 10,38). ¿Dónde están, a la hora de la verdad, los liberados, los rehabilitados, los agraciados por su bondad, los reconciliados?
Sus propios discípulos le abandonan y le traicionan miserablemente. Sólo le acompañan al Calvario y velan su agonía seis incondicionales, entre ellos, su madre. Hasta el Padre parece haberle abandonado en medio de aquella hoguera de tormentos, hasta el punto de salirle de lo más hondo del corazón una queja desgarradora: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). El fracaso parece total y absoluto. Es justamente la hora de la muerte total a sí mismo y de la entrega integral del grano de trigo que se «pudre» bajo la tierra; es la hora de la noche, del sepulcro. No es la vida terrena el momento del estallido de la vida, no es el momento de la recompensa (¡gracias a Dios!). Canta el himno pascual que nos transmite Pablo: «Se despojó de su rango (divino) y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos. Así, presentándose como simple hombre, se abajó, obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2,7-8).
Y todo ello «por mí». De la misma forma que lo siente y vive Pablo, lo hemos de vivir y sentir nosotros: «Me amó y se entregó por mí» (Gá 2,20), afirma categóricamente. «Por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo y se encarnó de María Virgen», proclamamos en la confesión de fe.
Cuando la persona es grano de trigo que «muere» en el olvido de sí misma y en la entrega generosa por los demás, produce indefectiblemente la espiga. A la vida por la muerte, es el mensaje que grita Jesús por la boca de sus heridas. «Es muriendo como se resucita», tradujo Francisco de Asís en su conocida oración. Esta entrega significó para el Crucificado, la suprema exaltación, la plenitud de vida más absoluta. «Por eso Dios le exaltó sobre todo y le concedió el título que sobrepasa a todo título; de modo que a ese título de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2,9-11).
Jesús muere ejecutado por su valentía profética, porque sus enemigos no son capaces de amordazar su palabra revolucionaria ni atar sus manos y sus pies «heterodoxos» que han actuado para humanizar la vida de sus hermanos. Su muerte ignominiosa parecería señalar el fracaso total. Pero, justamente entonces, es cuando se produce la gran explosión de vida: su resurrección y el triunfo de su causa. Aquel grano que murió hace veintiún siglos sigue produciendo espigas en abundancia. Nosotros somos de ellas. Ahora se confiesan creyentes en el Crucificado muchos millones de personas. ¡Qué derrota tan victoriosa la de Jesús!
POR LA MUERTE A LA VIDA
La muerte y resurrección de Jesús dicen a gritos algo que debería enloquecernos de alegría: El amor nunca fracasa, el amor siempre es fecundo. Todo lo demás pasará, hay que abandonarlo en la rivera de acá a la hora de partir a la otra vida; el amor es lo único que nos acompañará, porque nuestra capacidad de amar somos nosotros mismos (Cf. 1Co 13,8).
El amor y la entrega de Jesús le llevaron a la plenitud, a una gloria incomprensible (1Co 2,9), y a nosotros, a emprender su camino, a vivir en la libertad de los hijos de Dios, a amar como él y gozar de la esperanza de compartir su destino glorioso. «Si (desde el amor y como el grano de trigo) morimos con él, viviremos con él» (2Tm 2,11). Podemos fracasar en la labor educacional y formativa de los hijos, podemos fracasar profesionalmente, podrá terminar en fracaso social nuestra labor humanitaria y promocional con los pobres, podrá fracasar nuestro esfuerzo por mejorar la vida de nuestro barrio o de
nuestro entorno laboral, pero lo que no fracasa nunca, absolutamente nunca, es el amor con que lo hemos realizado. Podemos morir «derrotados» ante los ojos humanos, como el Crucificado, pero nuestras vidas, como la de Jesús, están en manos de Dios, y el amor es ya en sí mismo un triunfo.
La derrota triunfal de Jesús evoca otras derrotas: la entrega callada de tanta gente sencilla que muere sin el reconocimiento social, de tantos héroes de barrio, de pueblo o de simple portal, que se han olvidado de sí, que no han vivido para sí, sino para los demás, que se han desvivido por el bien común de su entorno, que han renunciado a la ganancia, al descanso, al consumo para preocuparse de los demás, y que no han tenido ni la más mínima recompensa en este mundo. Testimoniaba un amigo el día que dedicábamos en una comunidad parroquial a homenajear a nuestros mayores: «Cuarenta y cinco años he estado trabajando como un empleado fiel de una ferretería, sirviendo a los demás, colaborando en las cuestiones de barrio y de mi colectivo laboral, y éste es el primer homenaje que me hacen». Para Dios nada cae en saco roto. Todo ello es vida acumulada que se lleva en la venas del alma.
«Amar es morir», ha dicho luminosamente un pensador de nuestros días. Es morir porque supone olvidarse de sí para vivir volcado hacia los demás. En este sentido, hay que decir que no hay vida nueva sin muerte, sin dolores de parto, sin renuncias, sin donación.
El testimonio sobrecogedor sobre el martirio de Jesús como camino a la vida plena nos invita a reafirmarnos en nuestra actitud de muerte pascual. ¿Nos sentimos cansados de tanto luchar. ¿Qué más podría hacer, además de los compromisos que estoy llevando adelante? ¿En qué habría de intensificar mi entrega? ¿Hacia qué compromisos concretos me empuja la escucha del relato estremecedor de la pasión y muerte de Jesús, que dio hasta la última gota de su sangre? Jesús, muerto como un fracasado y resucitado para una vida plena y gloriosa, es garantía de fecundidad. «Por lo tanto, mientras tenemos tiempo, hagamos el bien, sabiendo que según lo que el hombre sembrare, así cosechará» (Gá 6,10).
Atilano Alaiz
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