01 marzo 2022

Pautas para la homilía: I Domingo Cuaresma

 




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La Cuaresma nos empuja hacia el desierto, para tener una experiencia semejante a la del pueblo de Israel y del mismo Jesús. Para escapar de la esclavitud y entrar en la tierra prometida, Dios nos hace pasar por el desierto. El desierto es un lugar donde los recursos básicos de la vida son escasos: no abunda el agua ni la comida, no hay comodidades,… Ahí se palpan mejor nuestros propios límites; ahí la tentación se hace más recia, más fuerte. ¡Cómo se echan de menos las seguridades de la ciudad o de los lugares más habitados! ¡Qué difícil se hace el ejercicio de la libertad cuando se carece de lo necesario!, uno está más a merced de las promesas fáciles que garantizan soluciones rápidas.

Pero el desierto es sobre todo un lugar privilegiado para encontrarnos con Dios, aunque solo es un lugar de paso hacia algo mejor. No es lugar para quedarse a vivir de forma permanente. Dios nos hace pasar por el desierto para experimentar con fuerza su presencia y su amor; pero también para que podamos descubrir lo que hay en nuestro corazón; para que veamos con nuestros propios ojos si ya le amamos con todo el corazón, más que nuestra propia vida, más que nuestros recursos o nuestros bienes. Dios no necesita esa información, pero nosotros sí necesitamos saber y medir con frecuencia dónde estamos respecto a Él.

Durante su travesía por el desierto, Israel se mostró ante su propia mirada como un pueblo rebelde contra Dios, como un pueblo infiel y desconfiado ante Aquel que quería liberarlo. Por eso fracasó, en parte, en su vocación de conducir a toda la humanidad a la tierra prometida. Sin embargo, la situación fue reconducida por un hombre de ese pueblo, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, quien se dejó guiar por el Espíritu Santo para mostrarnos a nosotros que su corazón no estaba dividido sino enteramente puesto en las manos del Padre del cielo, y que no vivía más que para hacer su voluntad, que en este caso no era otra que la de conducir a toda la humanidad a la salvación, a la felicidad verdadera. Con su vida sobre esta tierra, por fidelidad al Padre del cielo, Jesús recorrió el camino inverso no solo del pueblo de Israel, sino de toda la humanidad: este último iba del paraíso al desierto; Jesús fue del desierto al paraíso, pasando por múltiples pruebas, incluida la muerte en cruz y todos los sufrimientos que la precedieron y acompañaron.

En la experiencia de desierto que hizo Jesús fue capital la acción del Espíritu Santo. Este hizo posible su concepción, como le dijo a María el Ángel de la Anunciación. Jesús recibió en su bautismo la plenitud de ese mismo Espíritu para poder realizar su misión evangelizadora. El pasaje evangélico de hoy nos dice que ese mismo Espíritu «lo fue llevando durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo». El evangelista centra su atención en las tres últimas tentaciones, no en las precedentes, ni en las que vendrán después de estas.

Hay muchas enseñanzas en todo esto. En primer lugar, vemos que Jesús, a pesar de ser el Hijo querido del Padre, y a pesar de estar lleno del Espíritu, tuvo que combatir al diablo, tuvo que luchar contra la tentación. Esta enseñanza es capital para nosotros: Aunque estemos bautizados, aunque Dios nos ame como a verdaderos hijos, aunque poseamos la gracia del Espíritu Santo, nuestra vida sigue siendo un combate constante contra el diablo, contra las fuerzas oscuras que tratan de oponernos a Dios y desviarnos de sus buenos proyectos.

La actitud de Jesús ante las tentaciones deja traslucir el fondo del corazón humano de Jesús, un corazón de «Hijo». Nunca se apartó de su Padre por seductoras que fueran las tentaciones. Jesús ama al Padre por encima todo, incluso con las escasas fuerzas físicas que le quedaron después de los cuarenta días de ayuno. El Espíritu Santo que le habita y le guía es Espíritu de Amor.

Son interesantes las respuestas de Jesús al tentador. En la primera y tercera tentación, el diablo quiere inducir a Jesús a poner en duda las palabras del Padre en el momento del bautismo o a entender su condición de Hijo querido de forma distorsionada. Comienza diciéndole: «Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan». Si hubiera obedecido a esta tentación, Jesús habría renegado de lo que entraña la encarnación; habría puesto condición de Hijo a su propio servicio, no habría asumido de verdad nuestra condición humana con todas sus consecuencias. Qué pensar de alguien que resuelve todos los problemas de su vida con un golpe de magia. Alguien así no sería como nosotros y, por tanto, no podría redimirnos. Los Padres de la Iglesia no se cansan de decir que solo fue redimido lo que fue asumido por el Hijo de Dios. Jesús respondió a esta provocación citando un texto del libro del Deuteronomio donde se dice: «Está escrito: “No solo de pan vive el hombre”» (8,3). El texto continúa diciendo: «sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Yahvé». Jesús vivió del pan material; por imprescindible que sea, eso solo no basta. Todos necesitamos también alimentarnos de lo que sale de la boca de Dios. De su boca salió la Palabra con la que creó el universo, una palabra que hace de inmediato lo que dice: «Dijo e hizo». Pero cuando esa Palabra se dirige a nosotros, necesitamos acogerla para que surta efecto. Porque somos libres, podemos rechazarla. Si la acogemos, será también para nosotros una Palabra creadora, una Palabra que nutrirá nuestra vida. Esa Palabra habla a todos. Es una Palabra de invitación y de llamada, pero también una Palabra que prohíbe («no comerás del árbol de conocimiento del bien y del mal»).

En el segundo asalto, el diablo hizo contemplar a Jesús todos los reinos de la tierra y le dijo: «Te daré poder y gloria de todo eso, porque a mí me ha sido dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo». El diablo acude a Jesús con mentira, prometiéndole lo que no es suyo, e incitándole a la idolatría, a separase del Padre, a cambiar de Señor, a adorar al diablo en lugar de adorar a Dios. El pecado de idolatría es para Israel el más importante. Sucumbió a él en su travesía por el desierto, a pesar de haber experimentado lo que el Dios vivo hizo en su favor. ¡Qué fácil es olvidar lo que Dios hace por nosotros!, pues está envuelto en el claroscuro de la fe. Para Israel, lo que verdaderamente se opone a la fe no es la increencia sino la idolatría. Los ídolos son seductores, se pueden ver, contar, pesar, tocar; pero siempre exigen sangre, siempre oprimen a la humanidad, siempre esclavizan. El espejismo nos lleva a no ver ya al Dios de la vida y a apartarnos de él para entregarnos al servicio de los ídolos. La idolatría es una tentación constante a lo largo de la historia. Los cristianos también debemos estar alerta para no caer en ella. Los ídolos de siempre son: 1) La afirmación de sí, el instinto de la propia independencia y libertad, la propia autonomía y autorrealización, es decir, el hambre de ser; 2) la necesidad de ser valorados, de brillar, de gloria y grandeza, de riquezas (dinero, fama, ciencia, belleza,…), es decir, el hambre de tener; 3) la necesidad de gozar (placeres, confort, seguridad, felicidad), es decir, la sed del placer. Jesús responde a esta tentación citando las siguientes palabras del Deuteronomio: «Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás, y a él solo darás culto”» (6,13). Jesús es un Mesías pobre; relativizó las riquezas porque optó por la riqueza del Reino de Dios. El mundo ya le pertenecía en herencia, pero no quiso recibir nada que no le viniera de la mano de su Padre.

Para la tercera tentación el diablo colocó a Jesús en el alero del templo de Jerusalén y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti, para que te cuiden”, y también: “Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece en ninguna piedra”». El pináculo del templo era el lugar de ejecución de Jerusalén. Antes de la lapidación se tiraba al reo de esta altura, y luego todos lo remataban con piedras. Jesús responde a esta provocación citando de nuevo el libro del Deuteronomio: «Está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”» (6,16). La desconfianza conduce a tentar a Dios. Por el contrario, Jesús puso toda su confianza en su Padre.

Al inicio de la Cuaresma debemos hacer nuestras la actitud y las palabras con las que Jesús venció al tentador en el desierto.

Fray Manuel Ángel Martinez Juan
Convento de San Esteban (Salamanca)

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