Luego de ser bautizado por Juan en las aguas del Jordán, el Señor fue llevado al desierto por el Espíritu Santo. Allí permanecería cuarenta días en soledad, oración y estricto ayuno. De este modo quiso el Señor prepararse para dar inicio a su vida pública, para anunciar el Evangelio a todos los hombres, para fundar Su Iglesia y llevar a cabo la reconciliación de la humanidad mediante su muerte en cruz y resurrección.
Hacia el final de esta cuarentena de días el Señor «sintió hambre». Es sabido que el hambre desaparece al poco tiempo de empezar un ayuno, para retornar con una fuerza feroz aproximadamente a los cuarenta días. Se trata de un fenómeno que los médicos llaman gastrokenosis. Que el Señor Jesús haya “sentido hambre” luego de cuarenta días quiere decir que sintió volver el hambre de una manera brutal.
Es en esta situación de tremenda necesidad física, así como de fragilidad y debilidad por el largo ayuno, que el Señor es tentado por Satanás. Precisamente el hambre intenso que experimenta el Señor será ocasión para proponer su primera tentación: «Si Tú eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan» (Lc 4, 3). Quien hizo que el agua se convirtiese en vino, tenía ciertamente el poder de convertir una piedra en pan. Sin embargo, no está dispuesto a hacer milagro alguno para responder a una provocación del adversario de Dios. No es al demonio a quien el Señor presta oídos aún en una situación tan extrema, sino sólo a su Padre. Es Su voz la que Él escucha y obedece. Son Sus enseñanzas las que Él hace su criterio de acción, es por ello que a ésta y a las siguientes tentaciones el Señor responderá no argumentando, no arguyendo o dialogando con el tentador, sino cortando radicalmente toda posibilidad de diálogo al oponer una sentencia divina a cada sugestión del Maligno. En respuesta a la primera tentación dirá: «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre”» (Lc 4, 4), «sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4). Para el Señor Jesús la palabra divina debidamente acogida, meditada, interiorizada y apropiada, es criterio de conducta acertada frente a toda sugestión o tentación del Maligno, quien es padre de la mentira, maestro del engaño y de la ilusión, “pésimo consejero” (San Cirilo de Jerusalén). Oponer una sentencia divina a la tentación es el método inteligente que el Señor Jesús aplica para derrotar a Satanás.
En la siguiente tentación el Diablo le hace vislumbrar al Señor todos los reinos del mundo y le ofrece: «Te daré el poder y la gloria de todo eso… si tú te arrodillas delante de mí» (Lc 4, 67). La insidiosa tentación corresponde a la vocación propia del Mesías: a Él le está reservado el poder y la gloria, todo será sometido bajo su dominio. El tentador usa la misma estrategia que utilizó para seducir a Eva: «seréis como dioses» (Gén 3, 5). Y es que en realidad Dios ha invitado a su criatura humana a “ser como Dios”, pero no separado de Él, sino participando de su misma naturaleza divina (ver 2 Pe 1, 4), en la eterna comunión con Él. Es con Dios como el ser humano está llamado a “ser como Dios”. Y ese deseo está puesto por Dios mismo en el corazón del hombre para que aspire a ello. Ahora bien, el Diablo propone al ser humano responder a ese anhelo y vocación de un modo inmediato, sin mucho esfuerzo, tan sólo con rechazar a Dios y su consejo y haciendo en cambio lo que él propone.
Siguiendo esta misma estrategia el Diablo le promete al Señor Jesús el dominio total sobre el mundo entero, el poder y la gloria, en ese mismo instante, con tan arrodillarse ante él y adorarlo. La tentación de la gloria y del poder siempre es grande, sobre todo para quien tiene capacidades y dones para ello, para quien está llamado a ejercer la autoridad servicial sobre los demás. El Señor Jesús rechaza la tentación del poder y la gloria del modo como Satanás la propone recurriendo nuevamente a las palabras inspiradas por Dios: «Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él sólo darás culto”» (Lc 4, 8). Es del Padre de quien Él espera recibir el poder y la gloria para someterlo todo (ver Flp 3, 21; 1Cor 15, 27-28; Ef 1, 22; Heb 2, 8-9), no del diablo.
Para someterlo a una tercera tentación Satanás lleva al Señor Jesús a Jerusalén y lo pone en el alero del templo, proponiéndole: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: “Encargará a los ángeles que cuiden de ti”, y también: “Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con ninguna piedra”» (Lc 4, 911). Para inducir al Señor Jesús a caer en esta nueva tentación, el Diablo echa mano de toda su astucia y cita tendenciosamente las palabras de la Escritura, tomadas del Salmo 90. A su tentación le da un “fundamento bíblico”, usando la misma técnica que el Señor ha utilizado hasta entonces para rechazar sus tentaciones: el recurso a la enseñanza divina. Satanás intenta servirse de la Escritura para confundir y engañar al Señor y así apartarlo de la obediencia a Dios. La réplica del Señor es nuevamente lapidaria, contundente: «Está mandado: “No tentarás al Señor, tu Dios”» (Lc 4, 12).
El Señor Jesús en ninguno de los casos ha presentado a Satanás su propia opinión o razonamiento, por más inteligente que sea. En medio de la tentación, de la debilidad, de la prueba, el Señor sabe bien que no debe entablar diálogo alguno, que la única manera de vencer la tentación y responder al tentador es con la enseñanza divina, con el criterio objetivo que Dios da al ser humano para que no equivoque el camino, para que alcance su verdadera realización haciendo un recto uso de su libertad.
El Maestro, que se dejó tentar en el desierto, enseña con la fuerza de su ejemplo que la tentación sólo se derrota confiando en Dios y adhiriéndose mental y cordialmente a sus enseñanzas, a los criterios objetivos que Él da al ser humano para que pueda, y abriéndose a la gracia divina, seguir el camino que conduce a su verdadera realización.
Dios, quien ha creado al ser humano, quiere su realización, no su destrucción. Obedecer a la tentación y seducción del Maligno (ver Gén 3, 1ss) trajo el mal y la muerte al mundo, trae la destrucción sobre uno mismo. El pecado es por eso mismo un acto suicida. Dios, como vemos en la primera lectura y en el salmo, es quien libera y salva a su criatura humana de la muerte que es consecuencia del pecado del hombre. Lo hace finalmente por medio de su Hijo Jesucristo. Él trae la salvación y reconciliación al mundo entero, liberando al hombre del dominio del pecado y de la muerte, del dominio de Satanás. Quien cree que Cristo es el Hijo de Dios, quien cree que Él es el Salvador y Reconciliador del mundo, quien cree que Dios le resucitó verdaderamente, como afirma San Pablo en la segunda lectura, ese «se salvará».
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
El pasaje evangélico de este Domingo nos recuerda que tenemos un enemigo invisible, espiritual, que busca apartarnos de Dios, que por envidia busca destruir la obra de Dios que somos cada uno de nosotros. El Papa Pablo VI decía al respecto que «el mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor».
Ante esta realidad, el mayor triunfo del demonio es hacernos pensar que no existe. Quien en la vida cotidiana olvida o desprecia esta presencia activa y actuante, se parece a un soldado que en medio de la batalla “se olvida” que tiene un enemigo: rápidamente será aniquilado. Por ello San Pedro nos invita a estar alertas, pues «vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar» (1Pe 5, 8-9). El olvido, la inconsciencia, el no creer en la existencia del demonio y su acción en nuestras vidas lleva a bajar la guardia en la lucha. Quien se descuida, será sorprendido como lo es el centinela que en su puesto de vigilancia se queda dormido y no advierte la llegada del enemigo que sigiloso se acerca para tomar por asalto la ciudad.
Como lo intentó con el Señor Jesús, el Diablo busca apartarnos también a nosotros de Dios y de nuestra felicidad. Para ello utiliza la tentación, que es una sugerencia a obrar de un modo contrario a lo que Dios enseña. Sólo puede sugerir, nunca podrá obligarnos, o mover nuestra voluntad en contra de nuestra libertad.
Para lograr convencernos de obrar el mal, el Demonio miente y engaña (ver Jn 8, 44). Nunca te va a presentar el mal objetivo como algo que es malo para ti, nunca te va a decir: “esto que te propongo te va a hacer daño, te va a hacer infeliz, te va a llevar a tu ruina”. ¡Todo lo contrario! Te presentará como muy bueno para ti, como algo “excelente para lograr sabiduría” (ver Gén 3, 6), como algo que te traerá la felicidad, lo que objetivamente es un mal y te llevará a la muerte espiritual (ver Gén 3, 3). El Demonio es muy astuto, tiene la habilidad de envolvernos en la confusión y engañarnos de tal manera que terminamos viendo en un poco de agua sucia y envenenada el agua más pura del mundo.
Para que su tentación tenga acogida busca hacerte desconfiar de Dios y de la bondad de su Plan para contigo, pues mientras te aferres a la palabra y consejo divino tal como lo hizo el Señor Jesús en el desierto, no podrá vencerte. ¡Cuántas veces el Demonio te sugiere que Dios en realidad no quiere tu bien (ver Gén 3, 2-5), que es un egoísta, que no te escucha, que seguir su Plan es renunciar a tu propia felicidad, condenarte a una vida oscura, triste e infeliz! Y una vez que siembra en ti esa desconfianza en Dios y en sus amorosos designios para contigo, él mismo se presenta como aquel que es digno de ser creído, y su tentación como “la verdad” que conduce a tu felicidad, a tu realización, a tu vida plena: “¡serás como dios!”
Conscientes de la existencia y acción del Demonio en nuestras vidas lo primero que debemos hacer es estar vigilantes, alertas, atentos, para no dejarnos sorprender por el enemigo, por sus seducciones disfrazadas de miles de formas bellas para atrapar a los incautos. Como dice San Pablo, Satanás incluso se disfraza de «ángel de la luz» (2 Cor 11, 2).
No que todo sea tentación en la vida diaria, pero hay sugestiones, pensamientos, ideas, propuestas abiertas o encubiertas que sí lo son. Por eso es importante adquirir el hábito del “discernimiento de espíritus”. Se trata de un ejercicio espiritual muy antiguo. Ya San Juan recomendaba a los primeros cristianos: «Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios» (1 Jn 4, 1). De eso se trata: de no creerme y hacer lo primero que se me viene a la mente, sino de examinarlo a la luz del Evangelio: esto que pienso, esto que viene a mi mente, ¿viene de Dios, o no? El criterio para discernir es muy sencillo: si me lleva a Dios y a permanecer en comunión con Él, viene de Dios. Entonces debo obrar en ese sentido. Pero si veo que eso no me va a acercar a Dios sino que me va a apartar de Él, no viene de Dios (puede venir del demonio mismo, o del mundo, o de mi propia inclinación al pecado). En ese caso, debo rechazarlo con toda firmeza.
Cuando habiendo examinado una sugerencia advierto que es una tentación, debo aplicar esta regla del buen combate: “Con la tentación no se dialoga”. Es decir, no acojas la idea, no le des vueltas y vueltas en la mente. Quien consiente “dialogar” con la tentación en su mente, es muy probable que pierda la batalla. Entre el diálogo con la tentación y la caída hay una mínima distancia. Por ello, como nos enseña el Señor en el desierto, a la tentación se la vence con un rotundo ¡No!, oponiéndole un “criterio evangélico”, una enseñanza divina. Supuesta la gracia o fuerza divina, que Dios derrama abundantemente en nuestros corazones y sin la cual nada podemos, en cada uno está el vencer la tentación. Como dice Santiago: «resistid al Diablo y él huirá de vosotros. Acercaos a Dios y él se acercará a vosotros» (Stgo 4, 7-8).
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