Desde el miércoles último —miércoles de ceniza— estamos recorriendo un nuevo tiempo litúrgico: Cuaresma. La Iglesia, que sabe que Cristo va a morir en la Cruz, sabe también que va a morir por nuestros pecados. De ahí que la Cuaresma sea una llamada constante a la penitencia, al desagravio. (La penitencia, bueno es recordarlo, no es una virtud triste: una “virtud triste” es siempre una “triste virtud”. Es una virtud alegre, como todas las virtudes auténticas. La alegría penetra toda la vida cristiana, también por tanto el espíritu de penitencia, como la Iglesia nos ha recordado en el pórtico de la Cuaresma con palabras de Jesús: “Cuando ayunéis, no os pongáis tristes…”).
El evangelio de este domingo significa un salto atrás en el tiempo: nos traslada al comienzo de la vida pública de Jesús, cuando el Señor, después de recibir el bautismo de Juan y a impulsos del Espíritu Santo, se dirige al desierto para ser tentado por el demonio. Aquel ayuno de cuarenta días, preparación para la vida pública, es el modelo divino de los días que ahora empiezan a transcurrir: Cuaresma.
“Para ser tentado por el demonio”. A eso fue Jesús al desierto, según nos dice San Mateo: ut tentaretur a diabolo. Jesucristo, que no podía —porque era Hombre Perfecto— sufrir los ataques interiores de la concupiscencia, estuvo sin embargo sometido a los ataques exteriores del enemigo de las almas. Y así, luchando contra esas tentaciones, nos demostró cosas muy importantes para nuestra vida.
Primera, que Él, Dios hecho Hombre, nos ha amado tanto y ha “simpatizado” tanto con nosotros que ha querido vivir personalmente la experiencia humana de la tentación. Quiso Jesús que pudiéramos decir en medio de nuestras dificultades: ¡también el Señor fue tentado! Hasta ese punto llegó el anonadamiento de Cristo, “en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado”.
Pero la gran lección del texto evangélico va más allá: no se puede servir al Señor, no se puede cumplir la voluntad de Dios sin sufrir las embestidas del Maligno. Es lógico: desde que el Hijo de Dios vino a la tierra se está librando una gran batalla en el mundo de los hombres, en cada hombre. El demonio, el enemigo de Dios, está empeñado en esterilizar esa gran efusión de Amor que es la Redención en la historia. Lo dijo Jesús: “No es el discípulo mayor que el maestro, si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros”. Por eso somos tentados por el Maligno, bien directamente, bien —lo que es más ordinario— a través del “mundo” y de la “carne”, los otros dos “enemigos del alma”, como decía el viejo Catecismo.
La meditación de este pasaje evangélico debe darnos una enorme confianza en la lucha por servir a Dios. Porque, según la Escritura, hemos de concebir nuestra historia personal y la historia toda como una gran guerra, una guerra mundial, en la cual —estoy glosando el Apocalipsis— el ejército de Dios ha ganado ya la batalla decisiva. Es la batalla que nos ha ganado Cristo venciendo con su vida a la muerte. El ejército del mal hizo entonces un “crac” definitivo y, aunque no lo parezca, ahora se bate en retirada, está desbaratado y roto. La victoria final es cuestión de tiempo y de fidelidad. Si soy fiel a la gracia que Cristo nos ha conseguido, el panorama de mi historia personal —después que Cristo entró en mi vida— es ir desalojando al enemigo de las posiciones que aún ocupa. Por eso, cada tentación —no lo olvidemos: reacción violenta de un enemigo vencido— lleva consigo las armas para vencerla: anclarse en la Voluntad de Dios y en la Palabra de Cristo, ante las cuales es impotente el Maldito, como vemos en el texto sagrado.
Pedro Rodríguez
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