DIOS EXCELSO
Por Pedrojosé Ynaraja
1.- Estamos acostumbrados a vitorear, o ver vitorear, a supuestos héroes, deslumbrantes artistas, prestigiosos políticos, admirados deportistas, etc. Situados en el podio o sobre la alfombra roja. Parece que no hay nadie que los gane en celebridad. Aplausos, bravos o vivas, se les dirigen sin parar. Hasta se mide la duración de dichos expresiones de elogio. Se ve y se escucha a unos, se olvidan pronto a casi todos. Pasan a ser personajes de libros de historia, que algunos leerán. Si esto ocurre así en el tipo de personas a los que me refería, no pasa lo mismo con los pertenecientes a la Historia de la Salvación. Es bueno, pues, mis queridos jóvenes lectores, que nos fijemos en los que aparecen en las lecturas de la misa de este domingo.
2.- En primer lugar hay que advertir que con dificultad, en el barullo cotidiano de la gran ciudad, en el ensordecedor ambiente de muchos recintos de fiesta o recreo, en el anonimato al que esclaviza y anula la singularidad personal que causa la asistencia a un estadio, en cualquiera de estas situaciones y de otras semejantes, con dificultad se podrá escuchar a Dios.
3.- Los escenarios de las lecturas de hoy, 1ª y 3ª, suponen soledad. El desierto la primera, la montaña la segunda. Abraham está en el desierto, que si imponente es de día, mucho más lo es de noche. Es un inmenso espacio cuya bóveda jalonan incontables estrellas mudas, que no deslumbran por muchas que sean, pero que iluminan tenuemente. Las dudas, las cuitas del Patriarca, corroen su interior. Le duele su esterilidad. Le preocupa la falta de continuidad de su familia. Tiene atractiva esposa, bien lo sabe, y extenso ganado, pero le falta descendencia. Se queja en su interior al Dios que en Siquem se le ha confiado y hecho amigo, al Dios que le ha sido fiel en la empresa que acaba de culminar: la salvación de su sobrino, secuestrado por gentes enemigas, que habitan en el país.
4.- Se le pide al Patriarca que salga de su jaima y mire hacia arriba, que trate de contar las estrellas, si es capaz, se le confía así nuevamente el Señor. Evidentemente, los astros son innumerables. Así será su descendencia pues, le dice Dios. Y él se lo cree, confía, aquí está el mérito. Su esperanza arriesga el futuro de su clan. El rito que a continuación se describe corresponde a antiguas costumbres. No tratéis de entenderlo. El Patriarca sigue el protocolo establecido por entonces, el propio de aquellas culturas. El relato, como tantos otros, nos ha llegado fragmentado, no tratéis, pues, de analizarlo y desentrañar su contenido. Contentaos con impregnaros de la atmosfera que envuelve al protagonista, del misterio que le envuelve.
5.- Queda suficientemente claro que se le anuncia un gran futuro, que debe sentirse el escogido entre los demás hombres, que no solo su descendencia biológica recibirá parabienes, que quien a él se acoja, también los heredará. Nosotros podremos serlo, aunque no se nos nombre. En el sentir de Dios sí que estamos incluidos. Alegrémonos hoy con Abraham. En la escena anterior solo aparecen Yahvé y su amigo. Se trata de una confidencia. Dios no es persona reservada, desconfiado interlocutor. Tampoco, siguiendo su obrar, debéis serlo vosotros, mis queridos jóvenes lectores.
6.- El acontecimiento de la Transfiguración, que ocupa la lectura evangélica de este domingo, se enmarca en la montaña llamada Tabor. No dice explícitamente que sea esta, pero la tradición así lo recoge He estado bastantes veces allí. Generalmente he ido acompañado y con itinerario programado. He podido algunas veces celebrar misa, sacar fotografías para poder compartir mejor mis vivencias con los demás, pero escaso de tiempo. La penúltima vez fue diferente. Llegamos poco después de las cinco de la tarde y la basílica y otros recintos, tal como es costumbre por aquellas tierras, estaba cerrada. No queríamos los cuatro viajeros importunar a nadie, tampoco estábamos demasiado interesados en ello. Aprovechamos la ocasión para desplazarnos sin rumbo por la cima alargada, incluso lo hicimos separados. No teníamos ninguna prisa. Dejamos que aquel bosque, a su aire, nos hablara.
7.- No faltan los pinos que abundan, me parece a mí, por casi todo el globo, tampoco algunos cipreses, ahora bien, los árboles dueños de aquel lugar, sus veteranos señores, son las encinas. Más concretamente, una peculiar del lugar que de allí toma nombre: Quercus ithaburensis. Se mueve uno a la escucha, dejando a la imaginación que nos gobierne para así sentirnos espectadores en primera fila de lo que allí ocurrió.
8.- Quiso el Señor que le acompañaran sus amigos predilectos. Seguramente que esto ocurrió durante los días que los judíos viven en cabañas, recordando la etapa del Sinaí que marcó su historia. Por lo que dice la lectura, debe suponerse que llegaron al atardecer y no tuvieron tiempo de levantar ningún abrigo con palos y ramaje. Dormir al raso no es ninguna proeza, os lo digo por experiencia. Dormirse o dormitar es lo más lógico después de tal subida a pie.
9.- En esas están. Asombrados ven al Señor trasformado y acompañado. Reconocen que quienes con Él están son Moisés y Elías. Asombro, en este caso, es cierto temor y mayor admiración. Pedro reconoce que ha olvidado levantar una cabaña y es lo primero, lo único que se le ocurre decir. Pero no cae en el ridículo, al menos nadie se ríe de él. La voz del Padre eterno se dirige a ellos: fijaos bien: “Es mi Hijo predilecto”, no un cualquiera. “Escuchadle”. No ignoro la importancia de este mensaje, mis queridos jóvenes lectores, pero os confío que para mí, últimamente, el acontecimiento me enseña otra verdad, que me consuela e ilumina.
10.- No dudo yo de la perennidad de mi ser espiritual. Lo intuyo con certeza. Pero mi corporeidad, ese 80% de agua que lo compone, tantas substancias que hoy están en mí, que se deterioran u ocupan la realidad de otras personas más tarde, todo ello ¿qué es? ¿Dónde reside lo que llamamos cuerpo?
11.- Meditando el relato pienso que corresponde, o sugiere, lo que dirá Pablo (I Cor 15, 42 ss.) Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual…llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste. Y no hay que olvidar que Moisés y Elías hacía por aquel entonces unos cuantos siglos que habían fallecido. No olvidando, como no olvido, la misteriosa desaparición de Elías. Pero de la muerte de Moisés nos da buena cuenta el Pentateuco.
12.- La Transfiguración, pues, me proporciona la esperanza de la que tanta necesidad tengo. Deseo que también os sirva a vosotros, mis queridos jóvenes lectores. Nuestra corporeidad, la llamamos cuerpo, sin ser exactamente lo mismo, merece respeto y atención. La muerte y descomposición corporal que tememos, es el paso al cuerpo espiritual del que la presencia en el Tabor de Moisés y Elías es un buen y seguro testimonio.
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