21 febrero 2022

Pautas para la homilía: VIII Domingo del tiempo ordinario

 En cierta ocasión, Jesús dijo que «no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni nada oculto que no haya de saberse» (Mt 10,26). De esto nos hablan –entre otras cosas– las lecturas que hemos escuchado. En tiempos de Jesús, como en la actualidad, la apariencia era muy importante. Pero la apariencia no es más que una careta que nos ponemos para ocultar lo que realmente somos.

Quizás, esa careta nos la ponemos cuando entramos en la oficina para trabajar, cuando nos juntamos con nuestros amigos para pasar la tarde o cuando acudimos a Misa los domingos por la mañana. Y al regresar a la intimidad de nuestro hogar nos la quitamos, y entonces volvemos a ser nosotros mismos. Es decir, la careta no es más que un engaño. Y éste, antes o después, acaba siendo descubierto.

Todos conocemos a personas muy preocupadas en perfeccionar su apariencia para dar una mejor imagen, intentando que no se note el engaño. Pero no sólo caen en esta tentación algunos políticos y personajes públicos: nosotros mismos también estamos tentados a hacerlo. Es decir, en lugar de esforzarnos en mejorar interiormente para ofrecer a los demás lo mejor de nosotros mismos, a veces, quizás, dedicamos ese esfuerzo en mejorar exteriormente, para así aparentar ser buenas personas.

Jesús sabía que eso era algo muy normal entre los personajes más prominentes de su época, tanto a nivel político como a nivel social y religioso. Y no quería que sus discípulos siguieran ese camino de falsedad. Quería que ellos fueran realmente buenas personas, sabias y caritativas, no que lo aparentaran. Deseaba eso no sólo porque lo oculto acaba conociéndose en algún momento, sino, sobre todo, porque quería que fueran auténticos santos que viviesen el Reino de Dios y lo difundiesen por el mundo.

Pensemos que para vivir el Reino de Dios no valen nada las apariencias, por muy sofisticadas que sean. De nada sirve aparentar que se ama si se quiere vivir aquí y ahora, realmente, en el amor.

Pues bien, Jesús veía cómo Judas Iscariote a veces actuaba como si estuviese por encima de Él, es decir, por encima de su Maestro, llegando incluso a venderle al Sanedrín (cf. Mt 26,14-16). Y san Pedro pretendió corregirle, como pasó yendo de camino a Jerusalén, cuando le dijo a Jesús que no fuera allí porque le iban a matar. Y entonces Jesús se vio obligado a reprenderle (cf. Mt 16,22-23). De ahí que Jesús dijera en el pasaje que hoy hemos escuchado, refiriéndose a los maestros en general: «No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro» (Lc 6,40).

Jesús también observó que algunos de sus discípulos, en lugar de madurar interiormente, corrigiendo su propio egoísmo y sus otros defectos espirituales, preferían echar en cara a los demás sus defectos. A estos discípulos Jesús les aconsejaba que primero se examinasen interiormente y que eliminasen las «vigas» que había en su corazón. Sólo así, con un corazón limpio, podrían vivir el Reino de Dios y ayudar a otros a madurar.

Pero sobre todo Jesús les advertía de que sólo viven el Reino de Dios aquellos que dan buenos frutos, es decir, las personas que, caritativamente, hacen el bien a los demás. Y para dar buenos frutos de nada sirve la apariencia «porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos» (Lc 6,44). Todos sabemos por experiencia que, por mucho que una persona aparente ser caritativa, si en realidad es egoísta, se le nota claramente en algunos detalles de su vida cotidiana. Y asimismo, podemos ver fácilmente cuándo una persona es realmente caritativa. Basta con observar sus buenos frutos.

Y aquí llegamos al meollo de la cuestión: «de lo que rebosa el corazón habla la boca» (Lc 6,45). Efectivamente, quien tiene un buen corazón, de su boca brota sabiduría y amor. Sin embargo, quien se ha esforzado en mejorar su apariencia, descuidando su interior, antes o después, de su corazón rebosará la maldad que hay en él. Y con un corazón así es imposible vivir el Reino de Dios, es decir, es imposible ser realmente feliz.

Sabemos que mucha gente, buscando la felicidad, se gasta una gran cantidad de dinero –a veces endeudándose– para tener un lujoso auto, una cara sin arrugas y una piscina a la que invitar a sus amistades. Pero hay otros engaños mucho más sutiles en los que nosotros podemos caer. En los grupos y comunidades cristianas a veces nos topamos con personas que, buscando integrase y ser valorados, se esfuerzan en imitar a las buenas personas en su forma de vestir, hablar y gesticular, pero se niegan a madurar interiormente, conservando en su corazón algunos vicios y malos pensamientos que les aportan placer y una cierta seguridad. Todos conocemos a alguien así. Quizás, también nosotros mismos hayamos caído alguna vez en esta tentación, y de ese modo hemos descubierto que es un camino que nos conduce a la frustración y la tristeza.

En conclusión, el Evangelio se vive, no se finge. El aspecto exterior no nos abre las puertas del Reino de Dios. La apariencia sólo da una felicidad pequeña y momentánea. Así pues, preocupémonos en madurar interiormente, eliminando en nuestro corazón todo aquello que nos aleja de Dios. Sólo así seremos generosos y caritativos. En definitiva, sólo así seremos realmente felices.

Fray Julián de Cos Pérez de Camino
Convento de San Esteban (Salamanca)

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