Comentario Pastoral
LA VOCACIÓN PROFÉTICA Y APOSTÓLICA
El tema de la vocación profética y apostólica ocupa las dos principales lecturas de este quinto domingo ordinario. El primer texto es una narración autobiográfica debida a la mano del mayor profeta de Israel: Isaías. El relato se desarrolla en una visión litúrgica en el templo. Isaías se encuentra ante la santidad y grandiosidad de lo celeste, ante Dios, que se le manifiesta llenando la tierra, como el humo del incienso llenaba el templo. La reacción espontánea de Isaías es confesar su profunda incapacidad e indignidad personal para ser profeta.
Pero Dios se acerca con su gracia para que Isaías supere el pánico y experimente la fascinación de su presencia santa. Y un serafín, ministro de la corte celeste, con un carbón encendido tomado del altar de los holocaustos purifica la boca del profeta. Es como un gesto sacramental que lo consagra. El hombre de la palabra, el profeta, debe ser precisamente purificado en la palabra. El fuego sagrado que viene del altar penetra el lenguaje del hombre, llamado a hablar en nombre de Dios.
Inmediatamente se produce la respuesta de Isaías: «Aquí estoy, mándame», llena de espontaneidad, entusiasmo y prontitud. Acepta su vocación profética y vence la cobardía de
su indecisión. ¡Qué gran ejemplo!
El Evangelio nos presenta diversas escenas, en las que son protagonistas Jesús y un grupo de pescadores, que están lavando las redes después de su esfuerzo y fracaso nocturno, sin haber cogido nada. Jesús les pide que abandonen la orilla y de nuevo entren en el mar, aceptando el riesgo de continuar en un trabajo que hasta ahora había sido infructuoso. Pedro, fiado en la palabra del Maestro, vuelve a echar las redes, y el resultado es inesperado y maravilloso. La pesca fue tan grande que por el peso casi se hundían…
Lo más importante es el final. Como Isaías, Pedro reconoce su impureza y siente temor. Y Jesús le cambia el trabajo, le hace pescador de hombres, le confía una misión salvadora, le abre un horizonte apostólico. Y todos dejan todo para seguir a Jesús.
¿Dónde nace la vocación profética y apostólica? Nace en la libertad y disponibilidad; nace en el templo, es decir, en el silencio y en la plegaria (Isaías); nace también en el trabajo y en la vida cotidiana (Pedro y los apóstoles). La vocación parte de Dios siempre, por eso produce paz en quien es llamado. La vocación cristiana es misionera y pascual, anuncia a todos vida y esperanza.
Andrés Pardo
Palabra de Dios: | Isaías 6, 1-2a. 3-8 | Sal 137, 1-2a. 2bc-3. 4-5. 7c-8 |
Sal 137, 1-2a. 2bc-3. 4-5. 7c-8 | san Lucas 5, 1 -11 |
de la Palabra a la Vida
La presencia de lo santo entre los hombres supone un cambio de perspectiva para todo. De hecho, lo cambia todo. Un ejemplo de esto es el evangelio de hoy: el cambio en la misión significa el paso desde el propio plan hasta el plan de Dios, desde la propia voluntad hasta entrar en el misterio de la voluntad divina. Este cambio, o conversión, se presenta en el evangelio de diferentes formas, con diferentes acentos. Así, mientras que Mateo recoge en su evangelio la llamada a los discípulos para que se dediquen a ser pescadores de hombres, Lucas dirige la promesa del Señor solamente a Pedro: «Desde ahora serás pescador de hombres». Mientras que en Mateo la promesa es futura, en Lucas es inmediata. Ahora. Ya. La barca de Pedro será, desde ahora, desde ya, signo de catolicidad: estar en ella es estar en el espacio que Cristo le ha creado para salvar a los hombres de las aguas de la muerte. Estar en ella es signo de haber pasado, como Pedro, del espanto a la adoración, de la incredulidad a la fe, de vivir en el pecado a vivir de la gracia. La Iglesia de Cristo, la de Pedro, acoge en su barca a todos aquellos que estén dispuestos a recorrer ese camino en su corazón y en su vida.
Cristo ha entrado en la vida de Pedro y ha ido transformándola hasta el punto de cambiar también su misión, y ahora puede contemplar el contraste misterioso, igual que el que sucede en el profeta Isaías en la primera lectura: Isaías se siente perdido por haber visto al Señor siendo un pecador, pero acepta su misión y pide ser enviado.
El espectáculo, distinto pero majestuoso, que ambos han contemplado, tan lejos en el tiempo uno de otro, nos advierte, con el salmo, de que «la misericordia del Señor es eterna», y nos anima a pedirle que «no abandone la obra de sus manos». Así que la Palabra de Dios sigue sonando hoy en el corazón de tantos pecadores, llamados a dejarse purificar, en los labios y en el corazón, para poder mostrar el poder de las manos de Dios.
Es necesario reconocer en la vida el contraste que Dios produce en relación a lo que nosotros intentamos producir, y así postrarnos confiados a su acción. El Tiempo Ordinario en el que vivimos es una invitación a ir reconociendo, día a día, domingo a domingo, la diferencia entre lo que Dios hace en nosotros y lo que nosotros nos empeñamos en que sea. Y al advertir ese contraste, aceptar dejarnos purificar por Él, convertirnos, hasta el punto de querer llevar a otros el mensaje que san Pablo comunicaba en la segunda lectura. Ese mensaje, el centro de la fe cristiana, resuena desde dentro de la barca invitando a otros a subirse a ella.
En la liturgia resuena ese mensaje constantemente, confesamos el poder del resucitado a la vez que vemos que somos los menores apóstoles. Aún sin ver, sabemos por la fe del majestuoso poder por el que Dios se nos da, y nos invita a vivir postrados, reconociendo su santidad. Y en reconocer su infinita santidad, se encuentra, humildemente, el principio de la nuestra.
Solamente desde esa acción de reconocer, podemos caminar por la vida en la certeza de una misión nueva, una misión en la que tendremos que estar constantemente pendientes de la santidad de Dios, siempre vinculada a nuestra pequeñez, no por masoquismo, sino para reconocer su misericordia y no perder de vista, en el horizonte, hasta dónde nos va a llevar, cómo actúa en nosotros la santidad que nos transforma. Por eso conviene preguntarnos: ¿Cómo afronto el contraste entre mi plan y el divino, el cambio de los planes y misiones que me atribuyo a aquellos a los que me llama cada día el Señor? ¿Descubro esos planes en la Iglesia, y me dejo animar por ella a seguir avanzando? Su santidad, nuestra humildad, unidas, son la clave para poder ir mar adentro.
Diego Figueroa
al ritmo de las celebraciones
Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica
Pero «todos los miembros no tienen la misma función» (Rm 12,4). Algunos son llamados por Dios en y por la Iglesia a un servicio especial de la comunidad. Estos servidores son escogidos y consagrados por el sacramento del Orden, por el cual el Espíritu Santo los hace aptos para actuar como representantes de Cristo-Cabeza para el servicio de todos los miembros de la Iglesia (cf PO 2 y 15). El ministro ordenado es como el «icono» de Cristo Sacerdote. Por ser en la Eucaristía donde se manifiesta plenamente el sacramento de la Iglesia, es también en la presidencia de la Eucaristía donde el ministerio del obispo aparece en primer lugar, y en comunión con él, el de los presbíteros y los diáconos.
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