27 enero 2022

LOS PROFETAS, 30 enero

 LOS PROFETAS

Ya desde antiguo, Dios eligió a los profetas, hombres llamados y enviados para anunciar y para denunciar. Los profetas no siempre fueron bien recibidos en su pueblo. Jesús no es sólo un profeta más, sino que es el Cristo, el Ungido. También él fue despreciado por sus propios paisanos, a pesar de que su mensaje era una llamada al amor, pues sin el amor todo lo demás no sirve de nada, como nos dirá san Pablo.

1. Dios elige a los profetas y los envía a anunciar su palabra a todas las naciones. En la primera lectura hemos escuchado la vocación del profeta Jeremías. Dios es el que llama a quien quiere y como quiere. Así le sucedió a Jeremías. Dios lo eligió ya desde antes de nacer, cuando aún estaba en el seno de su madre. Lo consagró profeta de los gentiles y lo envió a anunciar su palabra. La misión de los profetas era anunciar la llegada del Mesías, recordando al pueblo la alianza que Dios había hecho con ellos. Pero la misión de los profetas era también denunciar al pueblo, e incluso a los reyes, cuando eran infieles a Dios y se olvidaban de su alianza. Es por esto por lo que los profetas no eran apreciados por el pueblo. El destino de la mayoría de los profetas fue el destierro e incluso la muerte violenta. Sin embargo, Dios ya le avisa a Jeremías de su destino y le reconforta con la promesa de que Él siempre estará a su lado: “lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte”. Dios también nos llama a nosotros para que seamos profetas en medio de nuestro mundo, nos ha elegido, cuenta con nosotros y nos envía para anunciar su palabra siendo luz entre los nuestros, la luz de Cristo. Una luz que ilumina el camino, que guía entre la oscuridad, pero que también deja al descubierto lo que no está bien, lo que nos aleja de Dios. Es hermoso descubrir la llamada de Dios, nuestra propia vocación. Es hermoso pensar que Dios cuenta con nosotros, que nos ha escogido desde el principio, desde antes de nacer. La misión no es fácil, pues hoy, con entonces, la palabra de Dios molesta, pero Él está a nuestro lado.

2. Los paisanos de Jesús no le reconocieron. Jesús no es un profeta más, pues es el mismo Dios que ha venido al mundo, es la Palabra que se ha hecho hombre. Sin embargo, el destino de Jesús es como el de los profetas: no es aceptado por los suyos. En el Evangelio de hoy hemos escuchado cómo, al terminar Jesús sus palabras en la sinagoga de Nazaret, sus mismos paisanos no le reconocen. Podemos decir que sí conocían a Jesús, pero sólo como el hijo del carpintero. Sin embargo, no lo reconocían como el Mesías, como el Ungido por Dios y enviado para anunciar la Buena Noticia a los pobres. Por eso, después de proclamar en la sinagoga “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”, Jesús afirma: “Ningún profeta es bien mirado en su tierra”, aludiendo después al ejemplo de los profetas Elías y Eliseo. Estos profetas, como el mismo Jeremías, fueron enviados a los gentiles, es decir, a los no judíos (a la viuda de Sarepta y a Naamán el sirio), pues los mismos judíos no los escuchaban. Y tras estas palabras de Jesús, sus mismos paisanos se ponen furiosos e intentan despeñarlo por un barranco. También sucede esto en nuestros días, pues encontramos a muchos de nuestros amigos y familiares que ven en Jesús sólo a un hombre, un hombre bueno que hizo muchas cosas buenas, pero al fin y al cabo sólo un hombre. No reconocen en Él al Hijo de Dios. También nos puede pasar esto mismo a nosotros que, como los paisanos de Jesús estamos acostumbrados a verle cada día o cada domingo cuando acudimos a la Eucaristía. Por eso es bueno recordar hoy que Jesús no es simplemente el hijo del carpintero, no es simplemente un hombre más, sino que es el mismo Hijo de Dios que ha venido a la tierra a mostrarnos, a nosotros y a todos los hombres, sobre todo con su muerte y resurrección, el amor de Dios.

3. El mensaje de Jesús es un mensaje de amor. Podemos decir que Jesús es el rostro del amor de Dios. Lo más importante que nos enseña Jesús, con sus palabras, con su vida y sobre todo con su entrega en la cruz y con su resurrección, es el amor: el amor que Dios nos tiene y el amor con que Dios quiere que le amemos a Él y a los demás. Éste es el corazón de las enseñanzas de Cristo. La segunda lectura de hoy recoge el himno del amor de san Pablo en su primera carta a los Corintios. En ella, san Pablo nos muestra cuál es el carisma mejor: el amor. Un amor verdadero, como el amor con el que nos ama Dios. Un amor que no es egoísta, como muchas veces entendemos nosotros el amor, cuando queremos a alguien porque nos buscamos en esa persona a nosotros mismos. El amor del que nos habla san Pablo, el amor de Dios es un amor que no pasa nunca, que es comprensivo, servicial, que ni presume ni se engríe, ni se irrita ni lleva cuentas del mal, un amor sin límites. Es tan importante el amor que, como dice el mismo san Pablo, ni el conocer las lenguas de los hombres y de los ángeles, ni el conocer todos los secretos y todo el saber, ni tan siquiera el dar todo lo que tenemos en limosnas ni aún el dar nuestra propia vida al fuego valen absolutamente nada si no tenemos este amor.

La llamada de hoy es a vivir el amor de Dios, un amor auténtico, un amor que sólo tiene un límite: dar la vida por los demás. El Señor nos llama a cada uno de nosotros, como hizo con los profetas como Jeremías y como Elías y Eliseo, a anunciar a todos este amor de Dios y a ser también denuncia en nuestro mundo de esta falta de amor. Que hoy escuchemos cada uno de nosotros nuestra vocación a ser profetas en estos tiempos tan difíciles para el amor.

 

Francisco Javier Colomina Campos

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