El Evangelio de este Domingo tiene dos partes. La primera es el prólogo del Evangelio de San Lucas. Lucas manifiesta que «después de comprobarlo todo exactamente desde el principio» ha querido relatar ordenadamente la vida y enseñanzas del Señor Jesús, para que sea conocida por Teófilo «la solidez de las enseñanzas» que ha recibido.
Con esta introducción San Lucas afirma la veracidad e historicidad de los hechos relatados, exponiéndolos en su Evangelio tal y como se los relataron testigos oculares, testigos que vieron y escucharon personalmente al Señor. La fe que han recibido los creyentes no se sustenta en un personaje mítico, en una fantasía o en un Cristo elaborado por una comunidad de discípulos alucinados que se negaban a aceptar la muerte infame de su Maestro, sino que se fundamenta sólidamente en lo que Cristo verdaderamente hizo y enseñó. El ‘Cristo de la fe’ no es distinto que ‘el Cristo histórico’, y los Evangelios no son fábula o mitología, sino auténtico recuento de hechos sucedidos.
La segunda parte del Evangelio relata el tremendo anuncio que el Señor Jesús hace al inicio de su ministerio público en la sinagoga de Nazaret. Poco antes el Señor había recibido el bautismo de Juan en el Jordán. Relata San Lucas que en aquella ocasión «se abrió el cielo, y bajó sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma» (Lc 3,21-22). Se trataba de un signo visible que señalaba a Jesús como el Ungido por Dios con el Espíritu divino, realizándose en Él de modo visible la antigua profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido» (Is 61,1). De esta manera Jesús es presentado al pueblo de Israel como el Mesías -que significa Ungido- prometido por Dios desde antiguo, aquél «que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino.» (Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 436 y 438)
Luego de ser “ungido” visiblemente por el Padre con el Espíritu el Señor inicia su ministerio público en diversos pueblos de Galilea, enseñando en sus sinagogas y obrando diversos milagros. Caná, Cafarnaúm, Corazim, Betsaida, Genesaret, habían ya escuchado sus enseñanzas y visto los signos que realizaba. Así, para el momento en que retorna a Nazaret y «como era su costumbre» entra en la sinagoga un sábado, ya su fama se había extendido por toda la región.
Una vez reunidos en la asamblea Jesús «se puso de pie para hacer la lectura». Una escena semejante la encontramos en la primera lectura. La asamblea se reúne para escuchar la lectura de los textos sagrados, a través de los cuales experimenta como Dios mismo dirige su palabra a su pueblo. En aquella ocasión «los levitas leían el libro de la Ley de Dios con claridad y explicando el sentido, de forma que comprendieran la lectura.» Jesús hará lo mismo.
En los tiempos de Jesús eran pocos los que sabían leer, más aún si se trataba de leer textos en hebreo, la lengua sagrada en la que estaban originalmente escritos los libros del Antiguo Testamento. Esta era una tarea reservada a los escribas, quienes luego de leer el texto sagrado en hebreo, pasaban a comentarlo en arameo, el lenguaje coloquial de los hebreos.
El Señor leyó la antigua profecía de Isaías que decía: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres…». Terminada la lectura, explicó la lectura de un modo absolutamente inesperado a la asamblea que lo escuchaba con gran atención y curiosidad: “Hoy”, es otras palabras, en Él se cumplía verdaderamente aquella antigua profecía. Él se presentaba ante sus oyentes como el Mesías prometido por Dios para la salvación de su Pueblo, el Ungido con el Espíritu divino, el enviado por Dios a anunciar la Buena Nueva de la Reconciliación a la humanidad sumida en la esclavitud, la pobreza, el mal, la enfermedad y la muerte.
¿Quién puede decir de sí mismo cosa semejante? Un desquiciado, un hombre trastornado por el delirio de grandeza, un megalómano, un embaucador, o alguien que en verdad es quien dice ser. Con sus señales y milagros, y sobre todo con su misma resurrección de entre los muertos, hechos todos que Lucas recoge en su Evangelio tras diligente investigación, el Señor Jesús demuestra la veracidad de sus palabras: Él es verdaderamente el Ungido de Dios, Aquél que ha venido a traer la liberación, la salvación y reconciliación a la humanidad. No hay que esperar a otro (Ver Hech 4, 12; Catecismo de la Iglesia Católica, 430-432).
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
El día que fui bautizado, junto con el agua fue derramado también el Espíritu en mi corazón. De este modo también yo fui ungido con el mismo Espíritu que se posó sobre Cristo en forma de paloma, el día de su bautismo. Para hacer más evidente esta unción con el Espíritu, fui ungido en la cabeza con óleo sagrado (Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1287). Por ello podemos decir que por nuestro Bautismo, al participar del mismo Espíritu de Cristo, también a nosotros se aplican las palabras de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres.» (Lc 4,18-19)
Mi Bautismo no debe ser reducido a un momento olvidado en mi vida, como si hubiese sido un acto intrascendente, carente de interés o valor para mí. Tampoco puedo reducirlo a un mero acto social. ¡El Bautismo me ha comunicado la vida en Cristo, ha hecho de mí una nueva criatura (Ver 2Cor 5,17)! ¿No debería recordar y celebrar ese día grande, ese nuevo nacimiento, como celebro mi nacimiento en la carne? ¡Ciertamente!
Pero más aún, mi Bautismo me reclama vivir de acuerdo a lo que ese Bautismo ha hecho de mí: un cristiano, hijo de Dios, hijo en el Hijo, templo vivo de su Espíritu y miembro vivo del Cuerpo de Cristo que es su Iglesia (Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1997). Mas en el día a día nos topamos con la dolorosa realidad de que muchas veces no vivimos de acuerdo a nuestra grandeza y dignidad de hijos de Dios, y aunque queremos y procuramos responder al llamado que el Señor nos hace a ser santos (Ver Mt 5,48), sufrimos por nuestras múltiples y repetidas incoherencias y caídas (Ver Rom 7,15s).
La primera gran tarea de todo Bautizado, de todo aquél en quien el Espíritu divino ha sido derramado, es buscar la plena conformación con el Señor Jesús, es aspirar a vivir la perfección de la caridad. ¡La santidad! Esa es nuestra vocación (Ver Lev 19,2), esa es nuestra meta y principal tarea: buscar asemejarnos cada vez más a Cristo, pensando, sintiendo y actuando como Él.
Mas nadie puede alcanzar esta meta por sí mismo. Nuestra santificación, más allá de nuestros esfuerzos y de los medios que necesariamente hemos de poner, es obra del Espíritu en nosotros. Por ello es necesario vivir una vida espiritual intensa, una vida de intensa relación con el Espíritu. Él es quien nos va conformando con Jesús en la medida en que cooperamos desde nuestra pequeñez y libertad, cooperación que se da mediante un incesante y esforzado combate espiritual por el que procuramos despojarnos del hombre viejo y de todas sus obras para revestirnos del hombre nuevo, de las virtudes de Cristo (Ver Ef 4,21-24).
La segunda gran tarea, íntimamente ligada a la primera, es ésta: si por mi Bautismo y posteriormente también por mi Confirmación he sido ungido y sellado con el Espíritu Santo (Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1294), también yo soy enviado a proclamar la Buena Nueva de la liberación y la reconciliación a todos los seres humanos, en el hoy de la historia de la salvación, en las diversas realidades en las que me toca vivir y actuar. ¡No puedo olvidar esta exigencia que brota de mi condición de Bautizado! ¡Yo debo anunciar a Cristo! ¿Puede un Bautizado no irradiar a Cristo? ¿Puede el sol no iluminar? ¡Tan terrible como sería el apagarse la luz del sol es el apagarse la luz y la vida de de Cristo en un bautizado! Pero si por la presencia vivificante del Espíritu brilla en tu vida la luz de Cristo, como el sol podrás difundir a tu alrededor la luz de Cristo y el calor de su amor.
Este apostolado, este anuncio e irradiación de Cristo y de su Evangelio de tal manera que transforme otros corazones y las estructuras injustas y antievangélicas de nuestras sociedades no es “tarea” solamente de los sacerdotes o de personas consagradas a Dios, sino que brota espontáneamente de todo Bautizado que experimenta esa presencia ardorosa del Espíritu divino en su corazón: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio…»
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