1.- «En aquellos días, Esdras, el sacerdote, trajo el libro a la asamblea de hombres y mujeres y de todos los que podían comprender» (Ne 8, 2) El Libro. Las palabras que Dios inspiró a los hombres. Palabras sagradas, divinas, transidas por la luz del cielo. Un padre que ama a sus hijos no puede permanecer callado. Y Dios es un padre que ama como ningún padre ama sobre la tierra. Por eso, a lo largo de los siglos, nos ha venido hablando a los hombres.
Muchos no le escucharon, cerraron sus oídos a la voz de Dios. Y sus palabras resbalaron en sus corazones como la lluvia sobre la piedra. Pero otros no, otros fueron tierra blanda que absorbe ávida el agua que cae de arriba. Y la semilla produjo fruto abundante y bueno. Fruto de caridad, de alegría, de paz, de fe, de mansedumbre, de continencia. «Y todo el pueblo estaba atento al libro de la Ley». Atento haz Señor que esté atento. Con el corazón en guardia permanente, con la voluntad pronta, con el entendimiento alerta. Para que tu Palabra llene mi vida con la música maravillosa de sus inefables resonancias. Para que acepte tu Palabra, para que la reciba con gozo, para que la busque con ansiedad. Que de todos mis libros, sea el tuyo, la Biblia, el primero, el más leído, el más escuchado. Sea tu Palabra luz para mis pasos, camino para mis pies. Que me cale hasta lo más hondo, que me transforme de barro en espíritu, de oscuridad en luz.
«Esdras pronunció la bendición del Señor Dios grande, y el pueblo entero, alzando las manos respondió: Amén, amén» (Ne 8, 6) Amén, amén. Palabra hebrea que ha perdurado a través de muchos siglos. Palabra litúrgica que encierra la síntesis de una auténtica espiritualidad: deseo ardiente de querer lo que Dios quiere, de someterse sin condiciones a los planes del Padre de los cielos… Amén, que así sea, como tú quieres, como tú lo dispones. Sea lo que sea, Señor, amén, amén.
El pueblo entero, nos sigue narrando Nehemías, se echó a llorar. Son lágrimas que brotan de un gozo profundo y sereno, llanto que se desborda como expresión paradójica de una gran felicidad. Los hombres que rigen el pueblo, Esdras y Nehemías, exclaman: «Andad y comed buenas tajadas, bebed vino dulce y enviad porciones a quien no tiene preparado, pues es un día consagrado a nuestro Dios. No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es nuestra fortaleza».
La alegría cristiana como fortaleza del alma. Concede a tus hijos esa alegría, esa fuerza que nos mantenga siempre en pie, felices, contentos, dispuestos a la entrega generosa, optimistas y esperanzados. La alegría de los hijos de Dios, la que nace de un corazón libre, de un corazón enamorado.
2.- «La ley del Señor es perfecta y descanso del alma » (Sal 18, 8) El precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón, la norma del Señor es límpida y luz para los ojos… Muchas veces el cantor de Dios dedica sus versos a ensalzar la Ley divina. La contemplación de esos preceptos tan llenos de mesura y rectitud, tan eficaces para conducir al hombre a buen fin, hacen que el salmo desgrane un rosario de bellas palabras que cantan a la Palabra por excelencia que es la de Dios.
Con ese espíritu es como hemos de recibir la Ley de Dios, con ese asombro y con esa admiración, con esa gratitud y entusiasmo. Sólo así haremos vida de nuestra vida esos preceptos del Señor. Pidamos que Dios nos ayude y nos ilumine pues somos tan tremendamente torpes, pobres y mezquinos que vemos en la Ley sólo una traba, una cortapisa para nuestra existencia. No nos damos cuenta de que, más que un freno, los mandamientos son un potente motor que nos impulsa con fuerza inaudita, alas poderosas que nos permiten el más alto vuelo.
«La voluntad del Señor es pura y eternamente estable» (Sal 18, 10) Sigue el poema del salmista cantando a los preceptos del Señor, que son -nos dice- verdaderamente justos… No podía ser de otro modo, ya que proceden del corazón de Dios, el único que jamás nos engaña, el único que es realmente bueno, el único que podrá ser siempre nuestro más firme apoyo. Roguemos con el salmo que nuestras palabras sean agradables al Señor, y que llegue hasta su presencia el meditar de nuestro corazón. Convencidos de la grandeza y sabiduría de esos mandamientos, hagamos un firme propósito de cumplirlos, decidamos de una vez por todas el ser fieles y sumisos a su santa voluntad. Es cierto que en ocasiones esto nos puede costar, y mucho quizás. Pero tengamos en cuenta que el Señor nos ayudará si se lo pedimos, y que siempre rebasará con mucho el premio al esfuerzo que hagamos por conseguirlo.
3.- «El cuerpo tiene muchos miembros, no uno sólo» (1 Co 12, 14) Es san Pablo el que acuñó esta imagen del Cuerpo Místico de Cristo para hablar de la Iglesia. Es cierto que esta doctrina se encuentra de algún modo en la misma predicación de Cristo. Así el Señor habló, por ejemplo, de la unión entre la vid y los sarmientos para expresar la unidad que existe entre Él y los suyos.
Pero será el Apóstol de los gentiles el que desarrolle y lleve a sus últimas consecuencias esa idea. Así nos dice que lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros y todos los miembros, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Todos nosotros, ricos o pobres, listos o torpes, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo.
Esta solidaridad hace que nuestras vidas estén íntimamente unidas a las de los demás. Hasta el punto de que no podemos desentendernos los unos de los otros. Y así lo que hacemos bien repercute indefectiblemente en beneficio de todos, y de la misma manera nuestras malas acciones perjudican a los demás… Una razón más para vivir fieles a nuestras obligaciones y deberes de cada momento. Aunque sólo fuera por no causar daño a nadie, deberíamos esforzarnos por ser cristianos auténticos.
«Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de sus miembros como él quiso» (1 Co 12, 18) Si todos fueran un mismo miembro -continúa el Apóstol-, dónde estaría el cuerpo… Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano «no te necesito» y la cabeza no puede decir a los pies «no os necesito». Más aún, los miembros que parecen débiles son los más necesarios.
Todos los cristianos tenemos una parte en el Cuerpo Místico de Cristo, todos tenemos unos derechos y unas obligaciones dentro de la Iglesia. Nadie se puede considerar exento, nadie puede estar al margen. Hay que tomar conciencia clara de esta realidad y cumplir nuestra quizá pequeña misión, nuestro humilde y sencillo trabajo de cada día. Por otro lado hay que evitar toda división y preocuparnos unos de otros, pues cuando un miembro sufre, todos sufren con él. No lo olvidemos: nosotros somos el Cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro. Un miembro que ha de cumplir su propia función, para que así el cuerpo total marche bien… Ayúdanos, Señor, a vivir unidos, a trabajar cada uno en nuestro puesto, con una ilusión cada vez mayor por el bien de los demás, por el bien de toda la Iglesia, de toda la humanidad.
4.- «Yo también, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he resuelto escribírtelos por su orden…» (Lc 1, 3) La vida y la doctrina de Jesucristo no podían quedar enterradas en el olvido. Fue tanta su fuerza y su grandeza que, a medida que pasaba el tiempo, crecía el interés por conocer mejor a Cristo. Por otra parte, sus apóstoles iban comprendiendo, bajo la luz del Espíritu Santo y a la vista de lo que estaba ocurriendo, que el mensaje que predicaban tenía un alcance mayor del que ellos pudieron comprender en un principio. Por todo ello nos dice san Lucas al comienzo de su evangelio que muchos emprendieron la tarea de relatar cuanto había sucedido entre ellos. A pesar de existir esos relatos -se refiere sobre todo a los evangelios de Mateo y de Marcos-, él también desea escribir sobre la vida y enseñanza del Señor. Para esto, nos dice el Evangelista, se ha preocupado de comprobarlo todo exactamente y desde el principio. Así quiere contribuir a que los creyentes conozcan la solidez de la doctrina que han recibido.
San Lucas, en efecto, nos transmite con fidelidad histórica algunos detalles y noticias que los otros evangelistas no refirieron. Relata datos cronológicos que han contribuido mucho a saber cuándo ocurrieron determinados acontecimientos. Por eso, cuantos desprecian el valor histórico de los evangelios se equivocan, por mucho que quieran decir que negar la historicidad de lo ocurrido no merma la fe sino que la acrecienta. Dios ha querido que nos apoyemos en unos hechos tangibles y comportables, no porque nuestra fe haya de ser el resultado de unos razonamientos lógicos, sino porque esa fe, aunque no sea racional, sí tiene que ser razonable.
Después de este preámbulo, san Lucas narra en el pasaje que corresponde a esta dominica uno de los momentos iniciales de la predicción de Jesús. El hecho se desarrolla en Nazaret. Ante el asombro de sus paisanos, Jesucristo toma la palabra y explica el pasaje del profeta Isaías que acababa de leer. Su voz es segura, su doctrina clara, sencilla y profunda. Sin la menor jactancia afirma que en él se cumplen las profecías acerca del Siervo de Yahvé, los presagios gozosos del profeta en torno al Mesías. Él ha sido ungido y enviado para proclamar la Buena Noticia -que esto significa evangelio-, a todos los hombres, en especial a los más humildes y desgraciados.
Unción y misión, dos aspectos de la persona de Cristo, que se repiten en aquellos que le siguen y son bautizados; en especial en quienes reciben el sacramento del Orden. Con la unción se sacraliza a la persona y se le encomienda la tarea sagrada de testimoniar sobre la doctrina salvadora del evangelio. Con la misión se le envía para que se vaya por doquier proclamando con la palabra y el ejemplo, cuanto nuestro Señor Jesucristo ha dicho y ha hecho. Seamos consecuentes con esta realidad y hagámonos voceros incansables de la única y auténtica Buena Noticia.
Antonio García Moreno
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