12 diciembre 2021

¿Qué hemos de hacer?

 

1.- «Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena; ha expulsado a tus enemigos» (So 3, 14 s.) Hoy es Sofonías, uno de los doce profetas menores, quien nos habla. Vivió hacia los años seiscientos cincuenta antes de Cristo, cuando estaba en el poder Josías, rey creyente y piadoso que llevaría a cabo una gran reforma religiosa en su pueblo. La idolatría había germinado como mala hierba en la tierra de Israel: cultos a dioses extranjeros, que eran como una bofetada a Yahvé, un tremendo insulto al Dios vivo, al Dios de Abrahán y de Jacob.

El profeta ha predicado terribles castigos contra este pueblo de dura cerviz: «Se acerca el gran día de Yahvé; viene presuroso. El estruendo del día de Yahvé es horrible; hasta los fuertes se quejan con gritos amargos. El Día de la ira es aquél; día de angustia y de congoja; día de ruina y desolación; día de tinieblas y de oscuridad; día de sombras y densos nublados; día de trompeta y de alarma en las ciudades fuertes y en las altas torres. Aterraré a los hombres, que andarán como ciegos. Por haber pecado contra Yahvé, su sangre será derramada, como se derrama el polvo, y tirados sus cadáveres como estiércol…».

Pero sus nefastos presagios terminan con palabras de perdón: «Alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén…». Siempre sucede lo mismo. Parece como si Dios fuera incapaz de castigar de modo definitivo en esta vida. Y así, mientras vivimos, tenemos posibilidad de volver nuestros ojos a Dios y pedir humildemente misericordia, convencidos plenamente de su perdón, del perdón total de nuestra deuda… Adviento es época propicia para reformar nuestra vida. Tiempo de penitencia, de conversión, de mirar confiados, quizá entre lágrimas de arrepentimiento, hacia nuestro buen Padre Dios.

“El Señor, tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva. El se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta» (So 3, 15) Un fuerte guerrero que decide la victoria en el campo de batalla. Dios, como un soldado valiente que nos defiende del enemigo. Cuando todo está perdido, cuando el cielo y la tierra parecen hundirse, Dios nos salva, nos libra de esa horrible y negra esclavitud que nos amenaza en cada encrucijada: la esclavitud del pecado, del egoísmo, de la pereza, de la carne, del dinero. Toda esclavitud envilece y humilla, rompe las alas para el alto vuelo, degrada, angustia, enferma.

Por eso, Señor, te pedimos que sigas en medio de nosotros como guerrero invencible, arremetiendo inexorable contra todo lo que nos acosa sin cesar; esas fuerzas invisibles y tangibles de nuestro propio modo de ser; esa inclinación a lo malo, que, como triste ley, domina nuestros cuerpos, nuestros espíritus, nuestros deseos.

Queremos que te goces con tu propia victoria en nuestra vida. También para nosotros es un motivo de júbilo el saber que estás contento, que te complaces en nosotros. Sobre todo nos alegra la persuasión íntima e inefable de que nos amas. Qué maravilla, Señor, el ser amados por ti, ser objeto de tu complacencia, constituir para ti algo tan alegre como un día de fiesta.

Gracias por todo esto, por estas palabras inspiradas por ti al profeta Sofonías. Palabras tuyas. Sólo tú podías decir cosas tan bellas; sólo tú podías amarnos hasta esos límites tan desmesurados para nuestro sistema de escasas medidas.

2.- «El Señor es mi Dios y mi Salvador: confiaré y no temeré…» (Is 12, 2) El Señor, el soberano absoluto de cuanto existe, el dominador omnímodo de cuantas fuerzas se dan en el universo. Él lo hizo todo y todo le pertenece. Es el legislador supremo y, por tanto, está sobre toda ley y sobre todo poder o autoridad. De aquí se deriva esa seguridad y ese orgullo que manifiesta el profeta; de ahí su confianza inquebrantable y su valentía sin límites. Ante nada temblará, ni retrocederá. Está seguro de su victoria final y con esa persuasión lucha y se esfuerza en las batallas de cada día, con esa firme esperanza se levanta después de cada posible y momentánea derrota.

Si el Señor está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Es una pregunta que Pablo se formulaba, animado al saber que nada ni nadie se podría interponer en su camino. Apoyado en esa verdad emprendió grandes empresas apostólicas y logró una siembra que todavía hoy sigue produciendo sus frutos de vida eterna… Su ejemplo nos ha de mover a todos los creyentes a vivir con ese talante, con la intrepidez de la fe, con la audacia del que se sabe sostenido por la fortaleza de Dios. Por eso nuestra Madre la Iglesia pone en nuestros labios y en nuestro corazón la plegaria del profeta, para que también nosotros nos sintamos seguros y optimistas en medio de tanta fragilidad y miseria, como a menudo experimentamos en nosotros mismos. No importa, con Dios lo podremos todo. Es cuestión de rectificar siempre, de reemprender la ruta después de cada desviación. Un acto de contrición, una buena confesión, y adelante. Tranquilos, fuertes, esperanzados y alegres.

«Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación » (Is 12, 3) La abundancia de agua era para los israelitas uno de sus sueños dorados, una realidad gozosa que anhelaban cada año como condición imprescindible para que la tierra diera su fruto después de cada siembra. Quizá porque el agua era uno de los elementos naturales que más escaseaban, el pueblo lo consideraba como una bendición especial de Dios. De ahí que muchas veces las oraciones de la Biblia, lo mismo que las promesas divinas, tengan como objeto el agua, esa lluvia oportuna de la que depende la vida en Israel.

Pero el Señor, a través de Isaías, les hace pensar en esas otras aguas que traen al hombre no la riqueza de una buena cosecha, sino el bien inapreciable de la propia salvación. Lo mismo que a la samaritana junto al pozo de Jacob, nos dice Jesús, que él tiene un agua viva que apaga la sed para siempre. Y no la sed de la carne sino la del espíritu. Esa sed profunda de amor y de felicidad que nunca parece saciarse. Que también nosotros, como aquella mujer de Samaría, le digamos a Jesús: Señor, danos de beber esa agua.

3.- «Alegraos siempre en el Señor…» (Fl 4, 4) «De nuevo os digo: alegraos». Y un poco antes, en esta misma carta decía el Apóstol: «Por lo demás, hermanos, alegraos en el Señor. Escribiros siempre lo mismo no es molesto para mí y es para vosotros motivo de seguridad…». Se ve que el tema de la alegría era frecuente en la predicación de san Pablo. Ya Jesús había hablado con amplitud de esa actitud serena y confiada que ha de tener siempre un cristiano, y que es el motivo y la causa de nuestra dicha y alegría. Serenidad y confianza de una fe firme en la paternidad providente del Señor. Un cristiano no puede olvidar nunca que es hijo de Dios, no puede perder de vista que su vida está en manos de ese buen Padre que cuida con cariño de sus criaturas.

En un cristiano toda actitud de angustia o de congoja va en contra de lo que Cristo ha predicado. Y esto no quiere decir que no haya dificultades en la vida de un creyente. Las hay siempre, unas veces más y otras menos. Pero en medio de esa situación, por dolorosa que sea, el cristiano sabe confiar en el Señor, sabe abandonarse tranquilo y alegre en las manos del Padre que todo lo puede y todo lo conoce; sabe creer y sabe esperar en el amor infinito de Dios que todo lo dispone para el bien de sus hijos… De ahí que siga diciendo san Pablo: «Por nada os inquietéis, sino que en todo tiempo, en la oración y en la plegaria, sean presentadas a Dios vuestras peticiones acompañadas de acción de gracias.

«Y la paz de Dios, que sobrepuja a todo sentimiento, guarde vuestros corazones…» (Fl 4, 7) La paz como uno de los bienes más valiosos que el hombre puede gozar. Paz con Dios, paz consigo mismo, paz con todos los hombres. Concordia y cordialidad siempre en nuestras relaciones con cuantos nos rodean. Sentirse respetado, libre de toda insidia, seguro en cualquier lugar. Paz en la conciencia, sin que ninguna sombra turbe nuestro vivir, sin que ningún mal recuerdo haga de nuestro sueño una pesadilla. Y sobre todo, paz con Dios. Creer que el Señor nos mira con amor y comprensión, creer que está siempre dispuesto al perdón de nuestras faltas, creer que nos quiere ayudar, que tiene tendidas sus manos hacia nuestro caminar, como las tiende una madre cerca del torpe andar de su hijo pequeño.

La paz de Dios, la paz más profunda que jamás podamos soñar. Una paz distinta de la que puede dar el mundo, una paz que sobrepasa a cuanto podamos imaginar. Esa es la paz que el Apóstol pide para los filipenses, y esa misma paz la que pide la Iglesia nuestra Madre para cada uno de nosotros. En todas las misas que se celebran en el mundo entero, antes de la comunión, el sacerdote desea en nombre de Cristo esa paz maravillosa… Ojalá que vivamos conscientes de que Dios nos quiere dar su paz; ojalá vivamos siempre serenos y alegres, siempre fieles a este Señor y Dios nuestro cuyos deseos son siempre de paz y no de aflicción.

4.- «Vinieron también a bautizarse unos publicanos, y le preguntaron: Maestro, ¿qué hacemos nosotros?» (Lc 3, 12) La liturgia de Adviento sigue centrada en la figura austera y vibrante de Juan el Bautista. Una vez más nos llegamos hasta las orillas del Jordán con el deseo de aprender las enseñanzas del Precursor de Cristo, para prepararnos nosotros también a la venida y salir a su encuentro con el corazón encendido y limpio. En el pasaje de hoy la gente va hasta el Bautista con ansias de saber qué es lo que hay que hacer para recibir adecuadamente al Mesías, tan cercano ya que de un momento a otro podrá aparecer.

Esta es la primera lección que hemos de aprender y de practicar, la de tener una sana inquietud, un sincero deseo de encontrar nuestro propio camino, la de consultar a quien puede orientarnos, con gracia de estado, sobre lo que Dios quiere de nosotros en cada etapa de nuestra vida. A veces será una decisión de entregar todo nuestro ser al servicio exclusivo del Señor. En otras ocasiones será sencillamente la solución de un problema de conciencia de poca monta quizá. Pero en todo caso hay que persuadirse de que nunca seremos buenos jueces en nuestra propia causa, ni médicos eficaces de nuestros propios males.

Es verdad que Dios nos ha dado una luz que brilla en el fondo de nuestro ser, una luz que nos va alumbrando, en ocasiones con un remordimiento, para que hagamos en cada circunstancia lo que es mejor. Sin embargo, la propia conciencia no es siempre la más apropiada para resolver de forma correcta una determinada situación. Puede ocurrir que tengamos la conciencia deformada, o que haya en ella ciertas limitaciones que la condicionen. Hay que tener presente que la conciencia es norma de conducta cuando es recta y libre, o cuando no le es posible salir del error, o no puede librarse de esa coacción que la determina.

Por todo esto seamos sinceros y no nos dejemos llevar de una subjetividad exacerbada. Busquemos sin miedo la verdad que nos hará libres, nos liberará de todo atamiento; sigamos el camino recto y alcanzaremos la paz y el gozo para nuestra vida y para la de los demás. Aprovechemos algunos días de este tiempo de penitencia y de conversión para hacer unas jornadas de retiro espiritual, saquemos el propósito de llevar una dirección espiritual seria y constante. Es esta una práctica que no puede estar sujeta a la moda del momento, un medio clásico y eficiente, recomendado por los Sumos Pontífices… Sólo si nos preocupamos de verdad por conocer cuál ha de ser nuestra actuación en cada encrucijada, llegaremos a encontrarnos con el Señor que está para llegar.

Antonio García Moreno

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