Hoy, la palabra de Dios nos invita a la alegría, más aún, a una alegría desbordante: Regocíjate –nos dice el profeta Sofonías-, grita de júbilo, Israel, alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. ¿Por qué tanto alborozo? Porque el Señor ha cancelado tu condena y ha expulsado a tus enemigos; porque el Señor, tu Dios, está en medio de ti, salvándote, gozándose en ti, amándote. Por eso, no temas, Sión, no desfallezcan tus manos. ¿No son estos motivos suficientes de regocijo?
La cancelación de una condena que pesaba sobre nosotros; la expulsión de quienes nos hacían la guerra; la presencia amorosa del Señor que nos trae la salvación de todos los males que nos acechan. Es verdad que todo esto es en gran medida promesa y, por tanto, futuro; pero una promesa que podemos vivir ya ahora en esperanza, es decir, confiados en la fuerza y el poder del Señor, más allá de los temores que nos roban la alegría. Y son tantos y tan diversos estos temores: el temor a perder lo que tenemos (posesiones materiales, salud física o mental, prestigio, etc.), el temor al fracaso o al desprecio, el temor a la soledad o al desamparo, o a la invalidez…, el temor a la muerte.
El mejor antídoto contra el temor es la confianza. Y ésta será resistente si está apoyada en una base firme. Pero ¿qué base puede considerarse firme salvo Dios? Sólo Dios puede dar firmeza a nuestra confianza. Esto es lo que nos hace ver san Pablo cuando dice: Nada os preocupe (y lo dice alguien que tenía buenos motivos para estar preocupado: enemigos al acecho, trabajos apostólicos por concluir, amenazas de encarcelamiento, intentos de linchamiento, viajes arriesgados por tierra y por mar, noticias alarmantes que le llegan de las comunidades fundadas por él…).
Sino que, en toda ocasión, en la oración y súplicas con acción de gracias, presentad a Dios vuestras peticiones. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. Si ponéis en Dios vuestras angustias, os sobrevendrá la paz y vuestro corazón se verá libre de toda pesadumbre y preocupación, que es ocuparse dos veces del mismo asunto.
La paz es compañera inseparable de la alegría. Para estar siempre alegres, como quiere san Pablo, es preciso que las preocupaciones no nos roben la paz, porque si lo logran no podremos mantenernos realmente alegres, con esa alegría sostenida y hasta cierto punto inalterable en medio de las vicisitudes de la vida.
Hoy, quizá más que ayer, constatamos una cierta escasez en materia de alegría, a pesar de vivir en la época de mayor bienestar (exceptuando los recortes e incertidumbre generados por la presente crisis económica) y disfrute de bienes materiales. Aun así, vivimos envueltos en temores que nos quitan la paz y nos tienen encogido el corazón, empezando por los que generan los hijos con su conducta y sus situaciones familiares; a estos hay que añadir las malas noticias que nos llegan o pueden llegarnos en cualquier momento y que nos hacen sentirnos personas pendientes de todo tipo de desgracias.
Y mientras tanto, y para combatir este estado de temor e incertidumbre, podemos perdernos buscando ese precioso tesoro, el de la alegría, en yacimientos demasiado explotados. Los jóvenes, en los pozos del placer y la diversión; pero después de mucho fatigarse apenas logran extraer una pequeña y siempre desproporcionada gota de felicidad recubierta por la nube de tristeza que deja lo inconsistente y lo insustancial. Los adultos, en los pozos de nuestras pequeñas o grandes aficiones; pero, tras estas puertas o ventanillas, también nos encontramos con la decepción o el desencanto.
Hay, sin embargo, otros «lugares», que no son los de la diversión, donde es más fácil encontrar la felicidad que buscamos, lugares que proporcionan paz, amistad, ayuda fraterna, armonía, reposo, serenidad, convivencia, sufrimiento compartido, lugares como el propio hogar, una iglesia o una capilla en penumbra, un hospital, un convento, un espacio abierto que permite el contacto directo con la naturaleza, una obra de arte. Se trata de verdaderos yacimientos de alegría muchas veces olvidados o poco explotados.
Es verdad que esta alegría no suele estar en la superficie de las cosas y que hay que ahondar para encontrarla, como el oro o el petróleo; pero ésta es la alegría que merece la pena obtener y que poco tiene que ver con la risa fácil y compulsiva. Tal es la alegría de los que son dichosos en la pobreza y en el sufrimiento; la alegría de los mansos, los sufridos, los que trabajan por la paz, los limpios de corazón; la alegría de los que se sienten ricos por haber entrado en contacto con el Reino de los cielos o por vivir en la esperanza de la vida eterna.
Para dar con esta alegría, sin embargo, hay que tener el coraje de adentrarse por veredas poco frecuentadas, rechazar tentaciones de un mundo hedonista y consumista, vencer repugnancias iniciales, miedos, prevenciones, perezas, etc.
Esto es lo que habría que hacer. Pues si queremos sentir la alegría que brota del contacto con el Señor, no podemos quedarnos en meras intenciones. Hay que llegar al momento de la ‘concretización’. Es el momento en que se encuentran los que, tras haber oído a Juan el Bautista, le preguntan: Entonces, ¿qué hacemos? El convertido que no se hace esta pregunta no está del todo convertido (ni convencido), porque no concreta su conversión en un programa de acción. La conversión a la que falta la concreción del hacer no es plena y, probablemente, sea falsa o engañosa.
La respuesta de Juan es inmediata y directa; no se anda con contemplaciones: El que tenga (dos túnicas, comida…), que reparta con el que no tiene; el que tenga que reclamar algo (como los recaudadores de impuestos) que no exija más de lo establecido, es decir, que se ajuste a lo justo; el que ejerza algún dominio sobre los demás (como los militares), que no hagan extorsión a nadie ni se aprovechen con denuncias para enriquecerse indebidamente, sino que se contenten con la paga recibida.
Compartir lo propio, ser justo, contentarse con lo que se tiene legítimamente, evitar abusos…, tal es el camino de la alegría y de la paz interior. Pero el que basa su vida en el «tener», nunca estará satisfecho porque siempre deseará tener más de lo que tiene y porque siempre vivirá temeroso de perder lo que ya ha conseguido. Mas si lo que nos hace felices es el «dar», siempre tendremos algo que dar, si no de nuestras posesiones materiales, sí de nuestras riquezas espirituales o de nosotros mismos (compañía, cariño, consuelo, esperanza, alegría y tiempo, nuestro tiempo, ese tiempo del que solemos estar tan escasos para darlo a los demás).
Sólo esta alegría que brota de lo más profundo de nosotros mismos nos permitirá hacer frente a los vientos contrarios de la vida. Pero la profundidad no está reñida con la visibilidad. Alegría profunda no significa alegría invisible. La alegría, si es real, debe salir afuera, como la resina de los árboles o las lágrimas de los ojos, debe iluminar el rostro. Y si, como cristianos, proclamamos una «buena noticia» (el evangelio de la salvación), debe notarse que es buena y firme, y que inspira confianza.
Transmitiendo esta buena noticia, serviremos alegría; y si lo hacemos con alegría, serviremos mejor esta buena noticia. Ni siquiera debe preocuparnos sentirnos pobres en materia de alegría. Si regalamos la poca que tenemos, notaremos en seguida su incremento; veremos como se multiplica milagrosamente en nuestras arcas. Porque el que más da de este tesoro, más tendrá. Aquí lo que se da no se pierde en absoluto, se gana en proporción mayor a lo que se da. Pero como la alegría es uno de los «frutos del Espíritu Santo», pidámosla al que vino a bautizar con Espíritu Santo y fuego.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística
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