Inmediatamente después del evangelio de la anunciación del ángel Gabriel a María (Lc 1, 26-38), Lucas coloca este relato de la visita que María hizo a su parienta (Lc 1, 36) Isabel. Si no nos atenemos al mero relato, y lo trascendemos reflexionando sobre su significado, lo primero que salta a la vista es que la encarnación de Dios en un ser humano, en Jesús, mueve a María para salir de su casa, caminando un largo viaje, desde Galilea hasta las montañas de Judea, para compartir su gozo y su alegría con la otra mujer importante en los evangelios de la infancia. ¿Qué nos dice esto?
La presencia de Jesús impulsa inmediatamente al encuentro, al diálogo, a compartir la felicidad que se vive, a contagiar la alegría. Por eso sin duda los saludos, los encuentros, se repiten en estos relatos iniciales del evangelio de Lucas (1, 28-29; 40-41. 44). El Dios de Jesús no es celoso. Ni nos separa o nos divide. Y, mucho menos, nos aleja o nos enfrenta. Nos fundimos con Jesús en la medida en que nos fundimos con los otros. Aunque se trate de personas que están distantes y tienen culturas distintas.
La experiencia histórica nos dice que las religiones, las culturas, las diferencias de origen y patria, con frecuencia enfrentan a los individuos y a los pueblos. Todo lo que sea enfrentamiento y división entre los humanos, eso no viene de Dios. Ni nos lleva a Dios. Lo que nos enfrenta a unos con otros, nos enfrenta también con Dios, con Jesús, con la humanidad. Lo primero que hizo Jesús, en cuanto vino a este mundo, fue motivar a las personas a la unión, a las mejores relaciones humanas, a la estima y el elogio mutuo (Lc 1, 42). Solo así podremos cambiar este mundo. Y hacerlo más habitable.
José María Castillo
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario