13 diciembre 2021

IV Domingo Adviento: Cuando Dios dice: “heme aquí…”

 Esto dice el Señor: Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel… (Miq 5,2-5).

…Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad…» (Heb 10,5- 10).
…En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú que has creído! porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá (Le 1,39-45).

Y entran en escena los protagonistas. En este domingo, que precede a la navidad, las tres lecturas nos hablan de Cristo, de su madre y del lugar en donde verá la luz el Mesías.
Me parece, además, que se puede captar en cada uno de los textos una ilación con los domingos precedentes.
La esperanza (tema del primer domingo) se concreta en un nombre: Cristo, que realiza algo decisivo en favor nuestro (segunda lectura).
La mirada convertida (segunda lectura) nos permite entrever la realización del acontecimiento más grandioso en un punto geográfico insignificante: Belén(primera lectura).
La alegría (característica del tercer domingo) destaca en el encuentro entre María e Isabel (evangelio), y se manifiesta en las palabras, en el canto y en la danza (porque de danza se trata. En efecto, la expresión griega «la criatura saltó de alegría en mi vientre» evoca inequivocamente la danza).
La cita de la Carta a los hebreos presenta a Cristo en su función sacerdotal. Después de haber constatado la ineficacia de las instituciones antiguas para cancelar el pecado: «es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados» 10,4, el autor precisa el sentido de la venida de Cristo y de su ofrecimiento sacerdotal: «Cuando Cristo entró en el mundo dijo: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo: no aceptas holocaustos ni víctimas espiatorias. Entonces yo dije: Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad».
El pecado, obstáculo para la comunión con Dios, se perdona no a través de sacrificios cultuales, como se pretendía en la antigua alianza, sino gracias «a la oblación del cuerpo de Cristo hecha una vez para siempre», gracias a su obediencia a la voluntad del Padre: «Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados».
Ahora podemos acercarnos a Dios con seguridad..
Los sacrificios antiguos no podían resultar eficaces, por su exterioridad. Y es difícil captar la relación entre la sangre de un animal inmolado sobre el altar y la «limpieza» de la conciencia de un hombre o de un pueblo.
Dios no sabe qué hacer con esas «masacres rituales». Incluso está disgustado a causa de ellas. Exige una oblación personal. El Padre agradece la obediencia del Hijo: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad». Esta obediencia, consciente y libre, ha sido presentada por los pecados de los hombres.
El único sacrificio verdaderamente «transformador», que cambia radicalmente la situación del hombre y modifica su relación precedente con Dios (la cercanía en vez de la lejanía, la comunión en vez del distanciamiento), es el de Cristo en la cruz. Solamente el suyo es verdadero sacrificio.
No se trata de eliminar el culto (o de reducirlo a una dimensión interior), sino de precisar que la única mediación eficaz es la de Cristo.
Este texto nos proyecta ya hacia una luz pascual. Antes incluso del nacimiento, somos invitados a contemplar la muerte de Jesús, punto culminante de su obediencia a la voluntad del Padre, causa de nuestra «vida».
Pero preparándonos a la navidad, el texto nos ayuda a descubrir el porqué de la venida de Jesús al mundo: viene para quitar de en medio el pecado, o sea, la lejanía.
Si la navidad no nos lleva a acercarnos a Dios, es una fiesta que no nos interesa.
Miqueas (profeta que vivió en el siglo VIII) anuncia que el «libertador» de Israel saldrá de Belén. El Mesías nace, en sentido histórico, de la antigua estirpe de David. Pero «su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial».
Después del período de la esclavitud: «Dios los entrega en manos de otro poder», Yahvé, que jamás ha abandonado a su pueblo, intervendrá para liberarlo. Esto sucederá «en el tiempo en que la madre dé a luz».
El salvador anunciado inaugurará una época de paz y se encargará de pastorear «con la fuerza del Señor», por lo que garantizará tranquilidad y seguridad.
Toda la tradición judeo-cristiana ha interpretado en clave mesiánica esta profecía de Miqueas.
Belén cuenta poco entre las ciudades de Judea. Y, sin embargo, Dios ha puesto su mirada precisamente en este lugar insignificante para hacer de él el teatro del acontecimiento decisivo. Las elecciones de Dios jamás están determinadas por criterios de grandeza e importancia mundanas.
La pequeñez, la oscuridad, constituyen el humus, el terreno fértil, en que germina y se desarrolla la obra divina. Las cosas sin importancia llaman la atención del Señor.
La misma connotación de pequeñez pasa del lugar del nacimiento a la madre: «…ha mirado la humildad de su esclava».
Es bueno recordar que precisamente en Belén Samuel vino a elegir el rey (1 Sam 16). Y, en la familia de Jesé, la elección del Señor ha recaído sobre el más pequeño de los hermanos, el que no contaba, el que ni siquiera fue presentado, porque la mirada de Dios «no es como la mirada del hombre. El hombre mira las apariencias, el Señor mira el corazón».
El evangelio nos presenta la escena del encuentro de María e Isabel. Sin pretender comentar toda la página, quisiera subrayar algunos motivos de reflexión:
—La Virgen es presentada en una postura dinámica: de camino«se puso en camino y fue a prisa a la montaña, a un pueblo de Judá», de encuentro: «entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel», de alabanza a Dios: «mi alma glorifica al Señor». Puede ser la imagen más significativa de la misión de la Iglesia. La realidad de la Iglesia jamás puede ser «fijada» en una imagen estática. La Iglesia debe estar en marcha, por los caminos de los hombres, para llevar algo, para llevar a Alguien, debe llevar, como la Virgen, según la expresión de von Balthasar, «aquello por lo que se deja llevar». No debe hablar de sí misma, si no de Otro.
—Dentro de poco, en el evangelio, veremos a un Maestro continuamente itinerante. Pero no olvidemos que Cristo ha comenzado a ser itinerante ya en el seno de su madre.
Gracias a los pasos de la Virgen, Jesús está en camino, antes incluso de nacer, por los senderos del mundo.
Gracias a María, que afronta un viaje fatigoso, Cristo acude adonde hay una necesidad, va hacia los hombres.
—Están frente a frente dos mujeres. Las dos esperan un niño. Una es vieja, estéril, con arrugas en la piel. La otra es virgen. Una sola explicación para ambos casos: «nada hay imposible para Dios» (Lc 1,37).
Lo que, desde un punto de vista humano, es limitación, impedimento, se convierte en «posibilidad» cuando interviene Dios «señor de lo imposible».
Juan está destinado a ser precursor de «aquel que viene». Pero aquí es Cristo quien parece preceder al precursor. En realidad viene a traerle la investidura oficial.
El ángel había preanunciado a Zacarías respecto a su hijo: «quedará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre» (Lc 1, 15).
Aquí se realiza la profecía: «En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo. Es verdaderamente extraordinaria esta consagración a través de un simple saludo.
La misión de Juan, personaje «selvático», comienza desde ahora: con un salto de alegría. La alegría es la característica del tiempo mesiánico, de la visita del Señor. Nos señala su proximidad. Durante su predicación oficial, el Bautista exclamará: «El amigo del esposo… se alegra extraordinariamente al oír la voz del esposo, por eso mi alegría se ha hecho incontenible» (Jn 3,29).
«¡Dichosa tú que has creído! porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».
Isabel inventa la bienaventuranza más adaptada a su huésped. Capta la verdadera grandeza de la Virgen.
La Virgen es la que ha creído. O sea, la que se ha adherido a Otro, se ha fiado de Otro, se ha dejado llevar por Otro.
También ella, como el Hijo, no ha pretendido hacer la propia voluntad, sino que ha aceptado la voluntad de Dios, ha entrado en su proyecto. Se ha puesto a disposición.
También ella ha dicho como el Hijo: «Aquí estoy». «He aquí la esclava del Señor…» Lc 1,38.
María no ha aceptado un elenco de proposiciones, una serie de verdades, una doctrina. Se ha aferrado a una palabra, una palabra desnuda, despojada, que no le ha facilitado seguridades, no ha exhibido pruebas convincentes, pero la ha puesto en camino, la ha lanzado hacia un itinerario impensado, y que hay que ir descubriendo, la ha abierto a lo imprevisible.
María ha creído «que lo que le ha dicho el Señor se cumplirá». La Virgen no es una criatura que «sabe». Sino una criatura que cree.
No se siente libre de peligros, ni equipada de garantías. Se fía, no pide explicaciones. No posee, anticipadamente, las respuestas a todos los interrogantes. Apuesta, más bien, por el Dios que no defrauda cuando una persona se despoja de las propias defensas, se entrega totalmente a él.
Esta postura se define con el nombre de fe.
Así María se convierte en figura de la Iglesia que, en la fe, acoge a su Salvador.
Modelo de la comunidad cristiana que acoge el don de Dios.
La Iglesia es creíble solamente cuando vive de fe. Cuando rechaza todas las otras palabras, todas las otras seguridades, para agarrarse únicamente a la palabra de su Señor.
Las «palabras del Señor» se realizan, a condición de que alguien se fíe totalmente de ellas.
En el fondo, la navidad es un Dios que mantiene la palabra. Y busca gente disponible, como María, que se agarre a esta palabra. Dios dice: «Aquí estoy».
Sería paradójico que el hombre no se dejase encontrar…
A. Pronzato

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