27 noviembre 2021

La misa del domingo 28 de noviembre

 

La promesa de un Mesías que traerá la reconciliación y la paz a la humanidad es de muy antiguo. La primera promesa la encontramos ya en la escena misma de la caída original: «Enemistad pondré entre ti y la Mujer, y entre tu linaje y su linaje: Él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar» (Gén 3, 15). A este pasaje se le ha llamado el proto-evangelio, es decir, el primer anuncio de la Buena Nueva.

Para cumplir aquella antigua promesa Dios se formó y preparó un pueblo en el transcurso de la historia. Por medio del profeta Jeremías (n. aprox. 650 a.C.) anunció que haría brotar de este pueblo un “Germen justo” (1ª. lectura), descendiente de David, el gran rey de Israel (aprox. 1010-970 a.C.). Él habría de ejercer «la justicia y el derecho en la tierra», trayendo la salvación a Judá y la seguridad a Jerusalén.

En el Señor Jesús se cumplen estas profecías. Él es el descendiente de la Mujer, Aquel que por su Cruz y Resurrección ha pisado la cabeza de la serpiente, ha vencido al Demonio y quebrantado su dominio, recreando y reconciliando al ser humano con Dios, consigo mismo, con sus hermanos humanos y con toda la creación. Él es aquel “Germen justo” de la descendencia de David que en su primera venida trajo la salvación a la humanidad entera.

En el Evangelio de este Domingo el Señor Jesús anuncia a sus discípulos que al final de los tiempos volverá nuevamente con gloria: «verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria». En espera de este acontecimiento final en la historia de la humanidad, de cuyo momento afirma rotundamente que nadie sabe el día o la hora, el Señor exhorta a estar siempre vigilantes y perseverantes en oración para no desfallecer, para poder soportar el rigor de aquel día, poder permanecer «en pie ante el Hijo del hombre» y ser hallados justos en su presencia.

Esta perspectiva puede inspirar terror. Sin embargo, las palabras del Señor son también sumamente alentadoras: «Cuando empiece a suceder esto, levántense, alcen la cabeza, porque se acerca su liberación». Por liberación o redención quiere indicar el Señor la acción poderosa de Dios en la historia de la humanidad para rescatar a sus elegidos. Se acerca, pues, el triunfo definitivo de Dios, la liberación final y el rescate de todos sus elegidos.

Luego de este anuncio el Señor exhorta también a la vigilancia: «Tengan cuidado: que sus corazones no se entorpezcan por el exceso de comida, por las borracheras y las preocupaciones de la vida». El discípulo debe ejercer una continua vigilancia sobre sí mismo, sobre su “corazón”, sobre sus conductas morales. Para ejercer esta vigilancia es necesario examinarse continuamente, aplicarse a uno mismo sin desmayo. ¿A qué hay que estar atentos? A que el propio corazón no se embote y se haga pesado. Por “corazón” en la mentalidad hebrea se entendía la sede de todos los pensamientos y sentimientos, centro o núcleo de todo aquello que la persona es, de su ser y de sus facultades. Hay que cuidar que la persona no se haga pesada por la craipalé, por la méthe y por las merímnais biótikais. Antes que por “exceso de comida” craipalé se traduce por crápula, es decir, una vida disipada, libertina, dada al vicio, disoluta e inmoral. Ciertamente las comilonas o exceso de comida forman parte de esa vida disoluta, pero no engloban todo lo que esta expresión quiere decir. Methé se traduce bien por borracheras, así como merímnais biótikais por preocupaciones de la vida, aunque preocupación acá tiene la carga de ansiedad, es decir, una preocupación excesiva y acaso única por todo lo que pertenece a la vida y sus asuntos.

Dado que el Señor vendrá de improviso, como una trampa que de un momento a otro cae inesperadamente sobre quien anda desprevenido, es necesario “despertar” y mantenerse en vela, atentos y preparados en todo momento. El Apóstol Pablo exhorta en ese sentido a los cristianos de Tesalónica a que progresen y sobreabunden «en el amor mutuo y en el amor a todos los demás» (2ª. lectura). De ese modo estarán preparados para presentarse «ante Dios, nuestro Padre, santos e irreprochables», cuando el Señor venga con todos sus santos. Asimismo exhorta a los cristianos a que, en vistas a la última Venida del Señor, vivan como conviene vivir «para agradar a Dios», y que progresen siempre más, según las enseñanzas del Señor ya recibidas.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

¿Estoy preparado si hoy sobreviniese aquel día grande y terrible que anuncia el Señor al fin de los tiempos, aquel día en que Él vendrá glorioso entre las nubes? El fin del mundo, meditábamos hace dos Domingos, es muy probable que sea para mí la hora de mi muerte. ¿Soy consciente de que detrás de mi muerte está Cristo? ¿Cómo me presentaré ante Él? ¿Cómo estar preparado para ese momento crucial en el que se define mi eternidad?

El Señor mismo nos da una clave fundamental en el Evangelio del Domingo: «Tengan cuidado: que sus corazones no se entorpezcan por la vida libertina, por las borracheras y las preocupaciones de la vida» (Lc 21, 34). Conviene revisarnos:

¿Se ha entorpecido mi corazón por el “libertinaje”? ¿Es mi regla hacer “lo que me da la gana”, dejándome llevar adonde mis pasiones o impulsos me lleven? ¿Tomo mi libertad como un «pretexto para la carne» (Gál 5, 13), despreciando la virtud de la castidad que todo cristiano está llamado a vivir? ¿Hago de mi libertad «un pretexto para la maldad» (1 Pe 2, 16)? ¿Digo “soy libre de hacer lo que quiero” para justificar cualquier vicio o conducta que va contra cualquiera de los mandamientos divinos?

¿Se ha entorpecido mi corazón por la “embriaguez”? El beber alcohol en exceso es un camino fácil para olvidar las penas, evadir la realidad dolorosa que no queremos afrontar. ¿Cuántas veces asumo una actitud de evasión frente al Señor que toca a la puerta de mi corazón? ¿Cuántas veces sencillamente “no quiero” encontrarme con el Señor y huyo de su Presencia, huyo de la oración profunda, porque sé que el verdadero encuentro con Cristo exige cambios o renuncias que no estoy dispuesto a asumir, que demanda despojarme de ciertas “riquezas” o “seguridades” que no quiero soltar? ¿Busco pasarla bien con alegrías y gozos superficiales y pasajeros, o con vicios y compensaciones que al pasar su efecto no hacen sino evidenciarme más aún el vacío en el que vivo?

¿Se ha vuelto pesado mi corazón por las preocupaciones de la vida cotidiana? ¿Cuánto me dejo absorber por las preocupaciones diarias que terminan ahogando la Palabra y su eficacia en mí? El Señor advierte claramente sobre el efecto de esas preocupaciones de la vida cotidiana sobre su Palabra sembrada en mi corazón: «El que fue sembrado entre los abrojos, es el que oye la Palabra, pero los preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la Palabra, y queda sin fruto» (Mt 13, 22; ver Mc 4, 19). ¡Cuántas cosas nos preocupan, acaso muy lícitamente, preocupaciones que sin duda debo atender! Pero el corazón se hace pesado cuando nos dejamos agobiar o absorber por estas preocupaciones de tal modo que perdemos de vista el horizonte de eternidad y dejamos de lado lo más importante: buscar el Reino de Dios y su justicia (ver Mt 6, 33-34).

El Adviento es un tiempo que nos invita a aligerar nuestros corazones de todo aquello que ha hecho pesada nuestra marcha hacia el encuentro definitivo con el Señor. Él viene y yo finalmente me encontraré con Él. Vivir de cara al Señor que viene no significa de ningún modo desentenderse de las realidades de este mundo, sino darles su justo valor y peso, así como trabajar por instaurarlo todo en Cristo, para construir una Civilización del Amor en la que todos los seres humanos caminen hacia el encuentro definitivo con su Señor.

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