16 octubre 2021

Ecos de la Palabra (29º Domingo del Tiempo Ordinario del Ciclo B – 17 de octubre de 2021)

 Desde el pasado domingo la Iglesia universal está embarcada en una de las acciones más significativas de los últimos tiempos hacia la renovación que exige el aire fresco que introdujo el Concilio Vaticano II. Se han dado pasos, es verdad, sin embargo, muchos creemos que aún queda un largo camino por recorrer. Se trata del Sínodo de los Obispos que lleva por título “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión”. Desde la década de los 60 se han llevado a cabo 15 sínodos ordinarios y unos cuantos extraordinarios, todos ellos tratando temas de gran relevancia para la vida de la Iglesia, no obstante, el que está en curso creo que tiene un significado muy especial porque reflexionará, con una amplia participación del Pueblo de Dios, sobre la forma como está llamada a ser la organización y el modo de proceder de la Iglesia en este tiempo. La sinodalidad, es decir, el deseo de caminar juntos, puede ser el detonante para empezar un cambio de época en la Iglesia en la que el diálogo, la participación, la apertura, la valoración positiva de la diversidad, la acogida y un largo etcétera pasen de ser opciones marginales a rasgos característicos de su identidad.

Además de las tres palabras del título del sínodo: comunión, participación y misión, me atrevo a agregar dos actitudes que sugiere el Evangelio de hoy que, no me cabe ninguna duda, son indispensables para llevar a buen término el espíritu del Sínodo: gratuidad y servicio.

Gratuidad… Juan y Santiago estaban convencidos de su deseo y su capacidad para asumir hasta las últimas consecuencias la misión encomendada por el Maestro. Su adhesión a las enseñanzas y al modo de proceder de Jesús y la implicación en las causas justas que él promovía, aún a costa de ser considerados como herejes o personas peligrosas para la estabilidad social, les llenaba de una fortaleza tan grande capaz de aparcar el temor y la tentación de huir ante una eventual persecución: “No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo beberé o ser bautizados con el bautismo que yo seré bautizado? Ellos contestaron: Podemos”.

Jesús, a la vez que agradece y aplaude el valor y la disponibilidad de los dos fervorosos apóstoles, aprovecha la ocasión y la desconcertante petición, para indicarles una de las características del modo de proceder que han de tener las personas con talante de Reino: la gratuidad.

Quienes quieran sumarse al equipo de los colaboradores de la Misión del Hijo han de saber, entender y asumir que el trabajo se hace de manera desinteresada, gratuita y sin esperar nada a cambio. El deseo de retribución material o por vía de reconocimiento y figuración, ha de ser postergado en la comunidad de los hermanos y discípulos de quien lo entregó todo por amor.

En un tiempo en el que antes de emprender una tarea nos preguntamos por el beneficio que vamos a obtener, ¡qué importante es volver al amor gratuito y desinteresado!

Servicio… En una Iglesia de comunión y participación, en la que todos los que la conformamos gozamos de una igual dignidad, la de ser hijos en el Hijo, es de vital importancia erradicar el afán de poder y la tentación de hacer “carrera” como lo ha denunciado tantas veces Francisco. El ansia de poder dentro de la Iglesia se puede convertir en una muralla que margina y deja fuera a las personas que no piensan, no sienten y no actúan como nosotros porque entendemos que pueden ser un obstáculo en nuestro camino de progreso, poder y figuración. ¿Cuántas veces, por ejemplo, hemos sido cómplices, por acción u omisión, de acciones deplorables por parte de quienes detentan la autoridad en la comunidad para no perder su favor y su reconocimiento? Qué razón tenía Jesús al decir que “los jefes de las naciones las tiranizan y los grandes las oprimen con su poderío”.

Pero, no será así entre vosotros… la característica principal de una Iglesia servidora de la comunión y la participación es el servicio que se ha de traducir en una alta sensibilidad hacia las necesidades de todas las personas, sin distingo de credo, y, especialmente de aquellas a las que la falta de oportunidades y un sistema social injusto las hace más frágiles y vulnerables.

La sensibilidad y la empatía se ha de complementar con una implicación compasiva y misericordiosa con la causa de los excluidos y necesitados. No basta ser sensible, es necesario pasar a la acción y sobre todo a aquellas que inciden en la promoción humana más que en la asistencia puntual de las necesidades, aunque durante los períodos de emergencia ésta sea importante.

La sensibilidad y la acción no tiene límite. Una actitud auténtica de servicio nos lleva a ser tan generosos que no reparamos en las consecuencias que tiene la entrega para la propia vida: servir hasta el final, hasta dar la vida en rescate por muchos.

Pidamos al Señor de la comunión que nos ayude a vivir la gratuidad y el servicio como enseñas de nuestro modo de proceder en la Iglesia y la sociedad.

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