14 septiembre 2021

Domingo de la 25ª semana de Tiempo Ordinario. – 19/09/2021: ACOGER A LOS NIÑOS

 Una sociedad que se cuestiona la acogida de los niños más niños, a la hora del aborto, y que empieza a plantearse la exclusión de los más ancianos con la eutanasia, debe interrogarse seriamente sobre el sentido y la dignidad de su supervivencia.


El Evangelio de este domingo vigésimoquinto ordinario pone de relieve la figura del niño. Jesús, colocándolo en medio de los apóstoles, les hace y nos hace una fuerte interpelación, sin grandes discursos, quizás porque el niño es la palabra más concreta y más contestataria en la vida de los mayores. Cualquier niño es un mensaje precioso, porque representa la disponibilidad, el abandono sin cálculos, la entrega sin intereses, y es signo del antiorgullo.

Los discípulos de Jesús discutían sobre la jerarquía entre ellos, sobre sus valores y méritos. Todos se sentían importantes para ascender en el escalafón y llegar a ser el primero. Y de repente conocen su verdadera dimensión y nivel. ¿Quién es el más grande a los ojos de Cristo? Es precisamente el último, el más pequeño, el más humilde. ¿Quién es el primero? El servidor de todos.



Todo el discurso de Jesús choca contra los criterios competitivos de la sociedad actual pues el triunfador no es el más agresivo y autoritario, sino el más débil y sincero. El contrapunto a las grandes personas orgullosas son los débiles de este mundo, que aparentemente no tienen cosas que ofrecer, pero que son capaces de darse totalmente a sí mismos. Los auténticamente humildes, que son conscientes de sus límites y pobreza, son los que verdaderamente saben situarse en su puesto con capacidad de acogida, fruto de un corazón misericordioso. La gran riqueza de la Iglesia son multitud de personas sencillas, profundamente buenas, nada importantes, para los políticos, sociólogos y banqueros: mujeres que rezan el rosario, hombres que creen profundamente, jóvenes que tienen el coraje de manifestarse creyentes, religiosas que trabajan sin horario, enfermos que nunca desesperan y sonríen, etc. Todos ellos están a la sombra de la luz del mundo pero tienen un verdadero sol en su corazón.

Acoger a un niño es acoger a Cristo y al Padre que lo ha enviado. El reto que podemos olvidar fácilmente los creyentes es la conversión a los últimos puestos, en donde está la verdadera grandeza. Seguir a Cristo es transformar, como él, el mundo no desde los puestos de mando, sino desde abajo.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Lectura del libro de laSal 53, 3-4. 5. 6 y 8
Santiago 3, 16-4, 3san Marcos 9, 30-37

 

de la Palabra a la Vida

Prosiguen, en el evangelio de hoy, los recordatorios que Jesús hace, mientras instruye a sus discípulos, del camino que les espera en Jerusalén. Es importante porque, siguiendo a Jesús, nos damos cuenta de que los buenos momentos suceden y se suceden, encontramos consuelo, encontramos buenas palabras, a veces el éxito o el agradecimiento de parte de los demás nos rodea, y podemos pensar que hay que mantener todo eso, que seguir a Jesús consiste en hablar, y hablar, y hablar, y que todos nos escuchen, y nos obedezcan, y pasen cosas milagrosas a nuestro lado…

Lógicamente, para alguien que hace muchas cosas bien, incluso seguir a Jesús es una cosa indudablemente buena, también toca preocuparse de que yo reciba el lugar que merezco. En mi familia, en mi trabajo y en mi parroquia, entre los sacerdotes… todos sabemos que está muy mal, que es feo eso de pretender subir a costa de Jesús, en su nombre, pero luego la realidad de la vida es que se nos olvida, y centramos en ello ilusiones, esperanzas… creemos que la sociedad o el mundo o quien sea, tienen que ir reconociendo nuestro buen hacer en la fe, y cedernos el sitio, los lugares importantes y los momentos decisivos en la vida.

Los discípulos se mueven en una lógica del merecimiento, de la importancia, que está lejísimos de Jesús y del evangelio, y necesitan ser enseñados por Jesús, que les educa hoy con un ejemplo muy gráfico: un niño. Así los discípulos, cada vez que vean a un niño podrán recordar que lo que tienen que hacer es dedicarse a acoger a aquellos que no los van a poder hacer los más importantes, ni los más reconocidos, ni nada parecido. Un niño no tiene poderes, no tiene enchufes, no tiene para pagar nada material, tiene lo que es. Por eso, Jesús tiene que enseñar a los discípulos, y también así lo aprendemos nosotros, que la vida no es un camino de ambición sino de abajamiento, y que en el camino de ambición no se encuentra Jesús, porque Jesús está en el camino de abajamiento.

Por eso, quien sigue el camino de ambición no es de fiar, sólo encuentra una mínima satisfacción que pasa por ambicionar más y más, según una lógica del derecho y del mérito, pero recorriendo un camino en el que no está Jesús, incluso cuando se hacen las cosas en su nombre: nadie más entregado que los discípulos, nadie más equivocado de camino. Porque en el camino de ambición uno se busca a sí mismo, se escucha a sí mismo, se autoconvence del bien que hace, mientras que en el camino de abajamiento uno mira a Dios, escucha a Dios, y se deja llevar, no por donde quiere y al precio que sea, sino al encuentro con Dios, que transita por ese otro camino, mucho menos poblado. Por eso, mientras que los discípulos tratan, en el evangelio de hoy, de hacer su propia vida, de construir su futuro, de buscarse seguridades, Jesús va por otro lado, porque sabe, con el salmista, que “Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida”.

¡Si aprendiéramos, cada día, cada domingo, en la celebración de la Iglesia, que es Cristo el que hace, el que nos sostiene, el que nos da ni más ni menos que lo que necesitamos, como a los niños! Cuanto más nos abajamos, cuanto menos reclamamos, más se ve y más vemos a Cristo. Desnaturalizamos la celebración si en ella pretendemos algún tipo de aparición estelar o de mérito, porque así quisieron hacer los discípulos con el Señor, y lo que lo hace aún peor: nos acostumbramos a desear que toda nuestra vida sea así.

Aprender a discernir las intenciones evangélicas de las egoístas es fundamental en la vida de fe, así como dejarnos contrastar para no caer en la tentación del poder, del aplauso, de la comodidad. Sólo cojamos el camino de abajamiento, que Dios nos sostiene, cuida de nosotros… porque así nos hizo justicia el Señor.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

La celebración litúrgica se refiere siempre a las intervenciones salvíficas de Dios en la historia. “El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; […] las palabras proclaman las obras y explican su misterio” (DV 2). En la liturgia de la Palabra, el Espíritu Santo “recuerda” a la asamblea todo lo que Cristo ha hecho por nosotros.

Según la naturaleza de las acciones litúrgicas y las tradiciones rituales de las Iglesias, la celebración “hace memoria” de las maravillas de Dios en una Anámnesis más o menos desarrollada. El Espíritu Santo, que despierta así la memoria de la Iglesia, suscita entonces la acción de gracias y la alabanza (Doxología).

La liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. El misterio pascual de Cristo se celebra, no se repite; son las celebraciones las que se repiten; en cada una de ellas tiene lugar la efusión del Espíritu Santo que actualiza el único Misterio.


(Catecismo de la Iglesia Católica, 1103-1104)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario