09 septiembre 2021

Comentario: Domingo de la 24ª semana de Tiempo Ordinario – 12/09/2021

 Comentario Pastoral


¿QUIÉN ES JESUCRISTO?

Es ésta la pregunta fundamental, de la que dependen la fe cristiana, la existencia de la Iglesia y la esperanza de la salvación. Es vital saber responder con exactitud. No valen definiciones aproximadas ni conceptos genéricos, como les pasaba a los contemporáneos de Jesús cuyas opiniones no eran coincidentes; le consideran como un Elías redivivo, como a Juan Bautista resucitado, como uno de tantos profetas que surgían en el pueblo para mantener la esperanza de la salvación definitiva prometida por Dios.

Después de veinte siglos Jesucristo es un gran desconocido para muchos hombres o un conocido imperfecto. ¿No será porque su figura histórica ha sido deformada de múltiples maneras, incluso en el seno mismo de la comunidad cristiana?



¿Quién es Jesucristo? ¿El rey de los judíos? ¿El hijo del carpintero? ¿El Mesías? ¿El purificador del templo? ¿Un revolucionario auténtico? ¿El varón de dolores? Jesucristo más que una pregunta difícil es la respuesta clara de Dios.

El misterio de Jesús se hace accesible en la confesión de fe de Pedro, tal como nos lo narra el evangelio de este domingo vigésimocuarto ordinario: “Tú eres el Cristo”. Pedro manifiesta públicamente la novedad absoluta de Jesús, reconociéndolo como el Mesías prometido y presente. No era el Mesías revolucionario político, que iba a librar al pueblo elegido de la sumisión a la autoridad imperial de Roma, como lo esperaban los hebreos y lo presuponían incluso los mismos apóstoles. Jesús es el Mesías sufriente según la voluntad del Padre, el Mesías de la cruz.

Creer en Jesús supone una purificación contínua de la fe, superando reduccionismos sociológicos, empobrecimientos tradicionales y nostalgias míticas. La fe es vida, es pascua, es elección gozosa, es apertura a Dios infinito. La fe no nace de las obras, sino que florece en ellas. Por eso, creer en Jesucristo significa buscar el centro de todo no en uno mismo, sino fuera: en los otros y en Dios. Solo la fe que se expresa en el amor práctico y real podrá convencernos y convencer a los demás.

Creer en Jesucristo es encontrar la alegría de vivir, la verdad total, la esperanza del mundo, la paz en cualquier circunstancia, el freno a la locura colectiva. Jesús es la imagen de Dios invisible, el centro de la historia, la garantía de la eternidad.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Isaías 50, 5-9aSal 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9
Santiago 2, 14-18san Marcos 8, 27-35

 

de la Palabra a la Vida

Les sucede a los discípulos con relativa frecuencia en el evangelio que olvidan para lo que ha venido el Señor. Hasta en tres ocasiones aparece el hecho de que Jesús les tenga que anunciar -o que recordar- que su destino conlleva la pasión, que la victoria no se va a realizar sin un auténtico abajamiento, que el Reino de Dios no se instaura sin que la semilla caiga en tierra y muera para que dé fruto.

Les sucede a los discípulos, pero nos sucede también a nosotros, por eso es que la Iglesia nos ofrece estos textos el día de hoy. Dios tiene una forma peculiar de ayudar a los hombres: ciertamente, y lo encontramos en el libro de Isaías, en la primera lectura de hoy, “el Señor me ayuda”. Pero lo hace de tal manera que no le evita al hombre el sufrimiento. Su ayuda, su auxilio, no evita el padecimiento, ni la persecución, ni la humillación, ni el dolor, ni siquiera la muerte al propio Hijo. A nosotros el miedo a sufrir nos hace olvidar lo que creemos.

La forma de ayudar ante esas circunstancias a los hombres consiste en abrirles el horizonte, en ofrecer un sentido con el que poder afrontar todas esas dificultades. Mientras que nosotros, los hombres, pensamos en ayuda habitualmente como omisión de todo esfuerzo, como negación de la realidad, como quitar de en medio todo obstáculo, lo que Dios ofrece es una mirada larga ante lo que sucede. Por eso el Hijo se empeña en que tiene que padecer: Él no quiere un camino fácil, un camino que no se corresponda con lo que es la vida de todos los hombres, al contrario, quiere hacer ese camino entero, pero sabiendo de la presencia y de la fortaleza de la Trinidad en su acción salvadora.

Así, el siervo de Yahveh, en la primera lectura, el Hijo, en el evangelio, ofrecen, no solamente una visión plena del misterio de nuestra salvación, misterio obrado por el Hijo de Dios para nuestra salvación, sino que también nos recuerdan a nosotros – porque, como a los discípulos, nos sucede que se nos olvida con frecuencia – que no todas las dificultades, no todos los sufrimientos, no todas las pruebas, se nos ahorran. Casi podríamos decir que la mayoría de ellas no se nos ahorran, no se nos eliminan de en medio del camino como si fueran algo que se aparta con la mano sin más. El último año y medio que hemos vivido nos muestra que vale más aprender a afrontar el sufrimiento que intentar negarlo o huir de él. Cristo nos ha enseñado a afrontarlo y a sacarle rendimiento.

Por eso, pensar como los hombres, no como Dios, es pretender vivir apartando las dificultades como si fuéramos intocables… ¡el Hijo ha querido padecer por nuestra salvación! Quizás nos toque ver, en nuestras dificultades, una forma de unión con la salvación del Hijo, “completarla”, que diría san Pablo, en nuestras cosas, en nuestro tiempo. Por otro lado, pensar como Dios, no como los hombres, se hace yendo tras Jesús, no adelantándose a Él. Ir en pos de Él conlleva ir como creyentes. Realmente, todos sabemos, en cualquier problema, cual es la solución más fácil y rápida, una acción milagrosa, poderosa de Dios que nos ahorre cualquier esfuerzo. Pero no se nos puede olvidar que ese no es el camino de Jesús, ni el de los discípulos, ni el nuestro.

Es un buen lugar la celebración de la Iglesia para poner esto a prueba. En la liturgia no me ahorro nada, ni un esfuerzo, ni una oración, ni un canto, ni la homilía… y así aprendo las formas de hacer de Dios. No sé yo más, no soy más listo, no hago como intenta hacer Pedro con Jesús, guiándole por otro camino: sé confiar, sé avanzar por el camino por el que avanza la Iglesia. Así lo aprendo, así ya no se me olvida luego, en nada.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

El Espíritu Santo es quien da a los lectores y a los oyentes, según las disposiciones de sus corazones, la inteligencia espiritual de la Palabra de Dios. A través de las palabras, las acciones y los símbolos que constituyen la trama de una celebración, el Espíritu Santo pone a los fieles y a los ministros en relación viva con Cristo, Palabra e Imagen del Padre, a fin de que puedan hacer pasar a su vida el sentido de lo que oyen, contemplan y realizan en la celebración.

“La fe se suscita en el corazón de los no creyentes y se alimenta en el corazón de los creyentes con la palabra […] de la salvación. Con la fe empieza y se desarrolla la comunidad de los creyentes” (PO 4). El anuncio de la Palabra de Dios no se reduce a una enseñanza: exige la respuesta de fe, como consentimiento y compromiso, con miras a la Alianza entre Dios y su pueblo. Es también el Espíritu Santo quien da la gracia de la fe, la fortalece y la hace crecer en la comunidad. La asamblea litúrgica es ante todo comunión en la fe.

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