Como sabemos, Adviento es una palabra que, en el lenguaje litúrgico, significa llegada o venida del Señor. En el contexto del Adviento, pensamos en seguida en la venida en humildad del Hijo de Dios, nacido en carne humana para formar parte del mundo. Tras su resurrección de entre los muertos, «subió al cielo» y «de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos». Ésta será su segunda venida al mundo para juzgarlo y darle su plenitud. Ambas venidas se relacionan entre sí necesariamente, pues la primera tuvo lugar para preparar la segunda y definitiva. Nosotros nos encontramos en un tiempo intermedio entre ambas, tiempo en que el Reino de Dios crece y se extiende con nuestra colaboración. Las lecturas de los dos primeros domingos de Adviento se refieren tanto a la primera como a la segunda venida del Señor.
El pasaje del profeta Isaías alude a una venida anterior de Dios a su pueblo (como imagen de la venida del Señor en persona): su retorno a Israel, al que había dejado a su suerte (por sus pecados), en manos de los enemigos, que lo llevaron al destierro dejando tras de sí un rastro de desolación. Dios considera que su pueblo ya ha pagado con creces su delito, y lo consuela por medio del profeta, exhortándolo a prepararse, por la conversión, a contemplar la manifestación de la gloria de Dios, que va a realizar la obra grande de la reconstrucción del pueblo. La misión se antoja excesiva para los hombres, que son como hierba inconstante que se agosta; pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre (Is 40,8).
El profeta (el Segundo Isaías) ha recibido de Dios la misión de enardecer los ánimos del pueblo, inculcándole que su Dios domina, no sólo la creación, sino también la historia (Is 40,12-17), y lo mismo que formó un pueblo reuniendo unas tribus dispersas, suscitará un pueblo pujante de las cenizas. ¡Todo es, para Dios, como ceniza, pero ceniza amada por Él! Olvidados de sus antiguos pecados, los israelitas deben preparar un camino al Señor, que trae su salario y es tierno como un pastor entrañable.
Pero la obra del Señor en favor de su pueblo no termina con la reconstrucción del pueblo y su templo, lugar de su morada en medio de su pueblo. El evangelista Marcos, citando al profeta Isaías, enlaza el retorno de la gloria de Dios a Israel con su venida personal a la tierra, incomparablemente más admirable. Juan Bautista es el enviado de Dios, como mensajero del Mesías, a prepararle el camino, predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados; pero será el mismo Hijo de Dios quien inaugure el bautismo en el Espíritu Santo, por el que los hombres somos hechos nuevas criaturas al recibir la vida de hijos de Dios.
¿Nos sentimos concernidos por la arenga de Juan a preparar un camino al Señor? ¿Estamos convencidos de que Cristo llama en verdad con insistencia a la puerta de nuestro corazón de forma que, si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo? (Ap 3,20), en clara alusión a la cena eucarística, anticipo del banquete celestial.
Al apóstol Pedro y, con él, a la Iglesia, que, en cada Misa, después de la consagración, suplica a su Señor: «Ven, Señor Jesús», no le queda duda de que el Señor vendrá con gloria al fin de los tiempos. Aunque parezca que la promesa del Señor se retrasa, pues, para el Señor, un día es como mil años y mil años como un día, en realidad, con su retraso, el Señor nos hace la gracia de su paciencia, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión. Debemos, pues, observar una vida santa y piadosa (que será lo que sobreviva a la destrucción), para así formar parte de los cielos nuevos y la tierra nueva en que habite la justicia, una vida conforme a la santidad de Dios. En la medida en que cada uno de nosotros nos dejamos transformar por Dios y contribuimos a la instauración del Reino de Dios, colaboramos a apresurar la venida de Dios.
En la Navidad, celebramos la venida del Señor a la tierra, el mundo que Él ha creado para la salvación. Su nacimiento como hombre es la mayor evidencia de su preocupación e interés por el mundo. El Señor no se desentiende del mundo aunque le ha dado gran autonomía, hasta el punto que pudiera dar la impresión de que el mundo se basta a sí mismo y no necesita de Dios.
La autonomía del mundo tiene su máxima expresión en la libertad del hombre. ¿Creemos en la auténtica libertad del hombre según la cual elige responsablemente la meta y los valores de su vida? La alternativa no puede ser otra que la absorción del hombre por la naturaleza, en la que todo sucede mecánicamente, incluso las decisiones que tomamos: todo daría lo mismo, pues, al fin, todo dependería de un destino inexorable. Pero esto es contrario al proceder normal de la gente, que proyecta para el futuro y lucha y aguanta y espera… Todo lo cual carecería de sentido si es que el hombre no fuera libre de verdad.
Libre pero no absolutamente, lo que sólo corresponde a Dios. El hombre no es norma de su vida, al igual que no se ha dado a sí mismo el ser. Por lo cual, su verdadera libertad, su auténtico ser ha de tener como fuente la Verdad, como meta el Bien, como modelo la Belleza y como norma la Justicia.
¿Por qué, sin embargo elige el mal? En realidad, no elige el mal, no puede elegir el mal, sino que lo que elige es a sí mismo hasta convertirse en criterio del bien y del mal. ¿Recordáis? Del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás (Gén 2,17). Según este criterio, es bueno lo que me conviene y malo lo que me perjudica. Pero tan inconsistente resulta este criterio como insustancial es el hombre mismo, que en sí solo carece de sentido. Basta una mirada al pesebre para sentir una indecible seguridad en nuestro ser y en nuestro destino porque aquél por quien fue hecho el mundo se ha hecho hombre.
Modesto García, OSA
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario