14 noviembre 2020

Misa del domingo 15 noviembre

 Como la parábola de las cinco vírgenes necias y de las cinco vírgenes sabias, también la parábola de los talentos está comprendida dentro de la sección del Evangelio de Mateo llamada “discurso escatológico”.

En el Evangelio de este Domingo el Señor habla de un hombre que, «al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó».

Los empleados, o más precisamente siervos según la traducción literal de la palabra griega doulos, aparecen en los Evangelios como hombres de absoluta confianza. Así, por ejemplo, sus señores los envían a realizar misiones específicas (ver Mt 21,34-36; Mt 22,4.6) o les encargan el manejo económico de la hacienda, dándoles incluso la libertad para negociar con sus bienes. Sin embargo, no dejan de ser administradores que tendrán que rendir cuentas ante sus respectivos señores.

A los siervos de la parábola que ahora nos ocupa, su señor «los dejó encargados de sus bienes». Este acto implica darles pleno poder de decisión y de acción sobre toda la hacienda. La confianza depositada en sus siervos implica por parte de ellos una responsabilidad. Los siervos saben que su señor es exigente, que llegado el momento les pedirá cuentas de su administración, específicamente, de lo que han hecho con los talentos que les confió.

En su parábola el Señor habla de tres siervos. Cada cual recibe una determinada cantidad de “talentos”. El talento (del griego tálanton, que significa balanza o peso) era una unidad de peso equivalente a unos 42 kilogramos. Algunos sostienen que el peso era mayor, de unos 60 kilogramos. Se trataría, pues, de un determinado número de monedas, probablemente de plata, que sumaban ese peso. Algunos cálculos señalan que en la época del Señor un talento equivalía a 6000 denarios (una unidad monetaria), siendo un denario el jornal de un trabajador. Así, pues, la cantidad de dinero confiada a cada siervo, para aquella época, era exorbitante, incluso para aquél que “tan solo” recibe un talento.

En la distribución de los talentos el señor manifiesta conocer a sus siervos, pues da «a cada cual según su capacidad» para trabajar esos talentos, para invertirlos, para negociarlos y multiplicarlos. Sabe lo que cada uno es capaz de dar, y de acuerdo a ese conocimiento profundo les reparte los talentos.

La tarea de los siervos no es la de estar ociosos, sino la de trabajar arduamente en la administración de la hacienda de su señor: «los dejó encargados de sus bienes». Al entregarles sus bienes les da pleno poder de decisión y de acción sobre ellos. La confianza depositada en ellos trae consigo una enorme exigencia y responsabilidad. El señor espera de cada uno una gestión eficiente, concretamente con la cantidad de dinero que le confía a cada cual. Ellos saben que su señor “es exigente”: no reciben los talentos para guardarlos, sino para invertirlos y para, a su vuelta, le devuelvan no sólo la cantidad entregada sino también las ganancias. Esto lo saben los tres, tanto los dos que de inmediato se ponen a negociar responsablemente con el dinero a ellos entregado, como también aquél que entierra su talento.

En efecto, dos de los siervos fueron «en seguida a negociar con» los talentos a ellos confiados. El adverbio griego eutheos, traducido por “en seguida”, se puede traducir también por inmediatamente, prontamente. Ellos entienden perfectamente la intención de su señor y sin perder tiempo ponen manos a la obra.

El tercero, que recibe 42 kilos en monedas, decide enterrarlas, esconderlas, para que nadie se las robe. Él mismo explicará posteriormente a su señor el motivo o excusa que le llevó a tomar esa decisión: «Señor, sabía que eres exigente… tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra». Este siervo le echa la culpa al miedo de su inacción, de su opción de enterrar el talento. Pero si tenía miedo de perderlo todo —pues es el riesgo que existe en los negocios— y recibir por eso el castigo de su señor, ¿no debía al menos haber puesto el dinero de su señor en el banco, «para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses»? El miedo se revela como una excusa inaceptable. Más bien, detrás de ese supuesto miedo, el señor pone de manifiesto la verdadera razón de su opción: «Eres un empleado negligente y holgazán». Este siervo, con su excusa, se condena a sí mismo a ser despojado de todo y ser arrojado «fuera, a las tinieblas».

Los talentos pueden interpretarse principalmente como los dones o gracias concedidas a los discípulos, según su misión en la Iglesia y en el mundo. Muchos de ellos serían nombrados “administradores” de los bienes divinos (ver 1Cor 4,1s), que Dios da a cada cual por medio de su Hijo «para edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 12). En este sentido también se entiende la exhortación de Pedro a los cristianos: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1Pe 4,10).

Al pronunciar esta parábola el Señor se compara a sí mismo con el dueño de la hacienda. Él emprendería «un largo viaje» el día de su Ascensión. Desde entonces permanece “ausente”, más retornará glorioso al final de los tiempos. De aquél momento nadie sabe ni el día ni la hora, mas, cuando vuelva, cada “siervo” tendrá que dar cuenta del uso que ha hecho de los talentos confiados a él para su multiplicación. Jesucristo vendrá al final de los tiempos como Juez justo. A esta última venida se le conoce con el nombre griego de Parusía.

A quien haya sabido multiplicar los talentos “negociando” con ellos, el Señor lo calificará de siervo «fiel y cumplidor» y lo hará pasar «al banquete de tu Señor». La traducción literal del griego dice: «en el gozo (jarán) de tu Señor». Se trata de la felicidad eterna de la que gozarán los bienaventurados. La traducción litúrgica traduce “banquete”, dado que el gozo mesiánico era comparado a la alegría expresada mediante un banquete (Mt 8,11s; 22,8).

A quien haya enterrado sus talentos “guardándoselos para sí mismo”, se le despojará de todo talento y será «echado fuera, a las tinieblas». Se trata de una fórmula usual con que se designa el infierno, el estado de la ausencia absoluta y lejanía definitiva de Dios. Allí sólo habrá «llanto y rechinar de dientes», soledad y sufrimiento sin fin.

La enseñanza doctrinal fundamental es clara: Dios exige que los cristianos especialmente “multipliquen” los “talentos”, los Dones y Gracias a ellos confiados por Cristo, preparándose para dar cuenta de ellos el Día de su Parusía. El cristiano debe entender que enterrar sus talentos, esconder las riquezas inmensas que ha recibido en Cristo “por miedo”, es una omisión inexcusable que tendrá como consecuencia el despojo y la exclusión definitiva de la vida divina. Cada cual tiene en deber de hacer rendir los “talentos” que Dios le ha dado. Sólo así podrá participar también del gozo de su Señor por toda la eternidad.

 

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Dios, junto con el don de la vida, ha dado a cada cual ciertos talentos. Entendemos por talentos dones, cualidades, capacidades que podemos desarrollar a lo largo de nuestra vida. Son como semillas que debemos hacer germinar y fructificar con inteligencia, con un trabajo paciente y esforzado, en cooperación con la gracia divina y según el Plan que Dios nos vaya mostrando.

Inmediatamente se nos viene esta pregunta a la mente: ¿cuáles y cuántos son mis talentos? Para ello es necesario conocerse bien uno mismo, iluminado por la luz de Cristo.

Ahora bien, muchas personas descubren sus talentos desde pequeños y aprenden a desarrollarlos. Pero, ¿los usan para el bien, y los usan para el bien común? ¿O se valen de ellos para alimentar su vanidad y su soberbia, para obtener poder, riquezas y placeres que no miran a dar gloria a Dios sino tan sólo a sí mismos?

La parábola de los talentos nos recuerda en primer lugar que los talentos nos vienen de Dios y que nosotros sólo podemos entendernos como administradores de los mismos. Por tanto no debemos buscar “apropiarnos” de ellos para buscar exclusivamente nuestro propio beneficio o para hinchar nuestro orgullo y vanidad, sino que hemos de buscar desarrollarlos según el Plan de Dios para el beneficio en primer lugar de aquellos que nos rodean y también de toda la sociedad. Los talentos que cada uno posee tienen, sin duda, una dimensión social fundamental.

Por otro lado hay muchos que se menosprecian de tal modo que terminan creyendo que nada tienen de valioso. Viven comparándose con personas exitosas, envidiando tal o cual talento, convencidos de que ellos mismos no tienen ningún talento o la capacidad para desarrollarlos. Son los que terminan enterrando sus talentos.

En realidad, nadie puede decir: “yo no tengo ningún talento”. ¿Es que acaso Dios no nos ha dado a todos la capacidad de amar? ¿Es que no te ha dado el talento del amor? Sí, «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). ¡Ese es ya un “talento” inmenso, un don precioso!

Quizá has enterrado ese talento, esa capacidad de amar, porque “alguien” te hizo daño, porque alguien se aprovechó de ti o te defraudó, porque tu corazón se endureció, porque ya no eres digno o digna de ser amado, amada, o porque no sabes amar. Sin embargo, ése es un talento que todos podemos recuperar si acaso lo hemos “perdido”, o si nos hemos equivocado, porque el amor es tu vocación más profunda, porque estás hecho, hecha para amar, porque Cristo te ha reconciliado y ha derramado su Espíritu de amor en tu corazón, porque Él ha venido a enseñarnos cómo vivir el amor verdadero. Nadie tiene excusa para enterrar ese talento optando por vivir en la amargura, cerrándose al perdón, negándose a amar al prójimo. Quien cree que no tiene ese “talento”, es porque ha hecho la opción —y se mantiene tercamente aferrada a ella— de no amar, de enterrar ese talento.

Y en no otra cosa consistirá el juicio: el día que seas llamado a la presencia del Señor, se te preguntará qué hiciste con ese talento. ¿Acogiste el amor de Dios en tu corazón? ¿Te esforzaste en amar cada día como Cristo mismo nos amó? ¿Multiplicaste ese talento viviendo la caridad con tu prójimo, en lo pequeño, en lo escondido, en lo cotidiano y rutinario? ¿O lo enterraste, consintiendo el odio, el resentimiento, el egoísmo, el individualismo, la indiferencia, negando el perdón, cerrando el corazón a las necesidades del prójimo?

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