1.- La clave de la fiesta que hoy celebramos es la “alegría”, como rezamos en la antífona de entrada; y se trata de una alegría genuina, limpia, corroborante, como la de quien se encuentra en una gran familia donde sabe que hunde sus propias raíces en la santidad de Dios. Esta gran familia es la de los santos: Los del cielo y los de la tierra. La Iglesia nos invita a levantar el pensamiento y a dirigir la oración a esa inmensa multitud de hombres y mujeres que siguieron a Cristo aquí en la tierra y se encuentran ya con Él en el cielo.
“Nuestro ánimo y nuestra alegría se fundan en la certeza de que nada puede apartarnos del amor de Cristo.” Estas palabras de la beata Madre Teresa de Calcuta –inspiradas en la carta de san Pablo a los Romanos– nos sugieren la hermosa perspectiva que para los cristianos significa alcanzar la santidad, y nos da en su justa dimensión la razón por la que la Iglesia propone como modelos a los santos: Hombres y mujeres que comprendieron el Evangelio en el sentido de que “el amor se debe poner más en las obras que en las palabras”. Así, la santidad es gracia, es don, es compromiso moral, es comunión íntima con Dios. Por ello al aspecto teológico de la santidad debe corresponder la respuesta antropológica sin la cual la santidad no sería humana sino algo mágico. Y eso lo vemos en las bienaventuranzas, síntesis eficaz y kerigmática de todo el cristianismo.
La santidad cristiana es plenitud de la fe y de la gracia; es la celebración de aquellos que en su vida nutrieron una disponibilidad del corazón que se abre, acepta y colabora generosamente a la acción admirable de Dios por medio de su Espíritu. Es el sello y culmen en la dimensión de la fe que se desarrolla en medio de tensiones.
2.- Esta fiesta se celebra en toda la Iglesia desde el siglo VIII. En ella se nos recuerda que la santidad es asequible a todos, en las diversas profesiones y estados, y que para ayudarnos a alcanzar esa meta ¿debemos vivir el dogma de la “comunión de los santos? La Iglesia, nuestra madre, nos invita hoy a pensar en aquellos que, como nosotros, pasaron por este mundo con dificultades y tentaciones parecidas a las nuestras, y vencieron. Es esa muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, según nos recuerda la primera lectura de la celebración eucarística. Todos están marcados en la frente y vestidos con vestiduras blancas, lavadas en la sangre del Cordero.
Muchos santos –de toda edad y condición– han sido reconocidos como tales por la Iglesia, y cada año los recordamos en algún día preciso y los tomamos como intercesores para tantas ayudas como necesitamos. Pero hoy festejamos, y pedimos su ayuda, a esa multitud incontable que alcanzó el cielo después de pasar por este mundo sembrando amor y alegría, sin apenas darse cuenta de ella; recordamos a aquellos que, mientras estuvieron entre nosotros, hicieron, quizá, un trabajo similar al nuestro: Oficinistas, agricultores, catedráticos, comerciantes, periodistas, sacerdotes…; también tuvieron dificultades parecidas a las nuestras y debieron recomenzar muchas veces, como nosotros procuramos hacer; y la Iglesia no hace una mención nominal de ellos en el santoral. Son los santos sin “san”. Estos santos a la luz de la fe, forman un grandioso panorama: El de tantos y tantos fieles laicos o religiosos –a menudo inadvertidos o incluso incomprendidos; desconocidos por los grandes de la tierra, pero mirados con amor por el Padre–, hombres y mujeres que, precisamente en la vida y actividad de cada jornada, son los obreros incansables que trabajan en la viña del Señor; son los humildes y grandes artífices –por la potencia de la gracia, ciertamente– del crecimiento del Reino de Dios en la historia. Son, en definitiva, aquellos que supieron con la ayuda de Dios conservar y perfeccionar en su vida la santificación que recibieron en el Bautismo.
3.- Todos hemos sido llamados a la plenitud del Amor, a luchar contra las propias pasiones y tendencias desordenadas, a recomenzar siempre que sea preciso, porque la santidad no depende de estado –soltero, casado, viudo, célibe–, sino de la personal correspondencia a la gracia, que a todos se nos concede. La Iglesia nos recuerda que el trabajador que toma cada mañana su herramienta o su pluma, o la madre de familia dedicada a los quehaceres del hogar, en el sitio que Dios les ha asignado, deben santificarse cumpliendo fielmente sus deberes.
Es consolador pensar que en el cielo, contemplando el rostro de Dios, hay personas con las que tratamos hace algún tiempo aquí abajo, –por ejemplo mis padres– y con las que seguimos unidas por una profunda amistad y cariño. Muchas ayudas nos prestan desde el cielo, y nos acordamos de ellas con alegría y acudimos a su intercesión.
En la solemnidad de hoy, el Señor nos concede la alegría de celebrar la gloria de la Jerusalén celestial, nuestra madre, donde una multitud de hermanos nuestros le alaban eternamente. Hacia ella, como peregrinos, nos encaminamos alegres, guiados por la fe y animados por la gloria de los santos; en ellos, miembros gloriosos de su Iglesia, encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad.
Nosotros somos todavía la Iglesia peregrina que se dirige al cielo; y, mientras caminamos, hemos de reunir ese tesoro de buenas obras con el que un día nos presentaremos ante nuestro Dios. Hemos oído la invitación del Señor: “Si alguno quiere venir en pos de Mí…” Todos hemos sido llamados a la plenitud de la vida en Cristo. Nos llama el Señor en una ocupación profesional, para que allí le encontremos, realizando aquella tarea con perfección humana y, a la vez, con sentido sobrenatural: ofreciéndola a Dios, ejercitando la caridad con las personas que tratamos, viviendo la mortificación en su realización, buscando ya aquí en la tierra el rostro de Dios, que un día veremos cara a cara, en personas concretas.
Esta contemplación –trato de amistad con nuestro Padre Dios– podemos y debemos adquirirla a través de las cosas de todos los días, que se repiten muchas veces, con aparente monotonía, pues para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto. Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas.
Todos ellos tuvieron errores y faltas de paciencia, pereza, de soberbia, tal vez pecados graves. Amaron mucho y tuvieron una vida con frutos, porque supieron sacrificarse por Cristo. Nunca se creyeron santos; todo lo contrario: siempre pensaron que iban a necesitar en gran medida de la misericordia divina. Todos conocieron, en mayor o menor grado, la enfermedad, la tribulación, las horas bajas en las que todo les costaba; sufrieron fracasos y tuvieron éxitos. Quizá lloraron, pero conocieron y llevaron a la práctica las palabras del Señor: “Venid a Mí, todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os aliviaré.” Se apoyaron en el Señor.
4.- Los bienaventurados que alcanzaron ya el cielo son muy diferentes entre sí, pero tuvieron en esta vida terrena un común distintivo: Vivieron la caridad con quienes les rodeaban. El Señor dejó dicho: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros.” Ésta es la característica de los santos, de aquellos que están ya en la presencia de Dios.
Nosotros nos encontramos caminando hacia el cielo y muy necesitados de la misericordia del Señor, que es grande y nos mantiene día a día. Hemos de pensar muchas veces en él y en las gracias que tenemos, especialmente en los momentos de tentación o de desánimo.
Allí nos espera una multitud incontable de amigos. Ellos pueden prestarnos ayuda, no sólo porque la luz del ejemplo brilla sobre nosotros y hace más fácil a veces que veamos lo que tenemos que hacer, sino también porque nos socorren con sus oraciones, que son fuertes y sabias, mientras las nuestras son tan débiles y ciegas. Cuando os asoméis en una noche de noviembre y veáis el firmamento constelado de estrellas, pensad en los innumerables santos del Cielo, que están dispuestos a ayudarnos…. Nos llenará de esperanza en los momentos difíciles. En el cielo nos espera la Virgen para darnos la mano y llevarnos a la presencia de su Hijo, y de tantos seres queridos como allí nos aguardan.
5.- Que esta solemnidad de Todos los Santos sea para nosotros un aliento en nuestra vida, y que después de vivir nuestro compromiso bautismal de ser propagadores de santidad en nuestra familia y ocupaciones podamos al fin de nuestras vidas escuchar de nuestro Señor Jesús: “Dichosos… dichosos… dichosos… de vosotros es el Reino de los Cielos”. Porque, “ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. De manera que, tanto en la vida como en la muerte, del Señor somos. Para eso murió Cristo y volvió a la vida: Para ser Señor tanto de los muertos como de los vivos”
Antonio Díaz Tortajada
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