11 noviembre 2020

Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario (Ciclo A) (15 de noviembre de 2020)

 (Prov 31,10-13.19-20.30-31; 1Tes 5,1-6; Mt 25,14-30)

«Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus siervos y los dejó al cargo de sus bienes» (Mt 25,14).

A mi modo de ver, la enseñanza principal que Jesús nos quiere impartir con la parábola de los talentos es que el Creador nos ha confiado a los seres humanos sus riquezas para que las hagamos fructificar durante su larga ausencia. Todo cuanto somos y tenemos lo hemos recibido como don para que lo gestionemos y lo incrementemos en calidad de administradores, no de dueños. Dios ha desplegado la obra admirable de la creación del mundo, que alcanza su culmen en la criatura humana, y que se desarrolla incesantemente hasta el encuentro inefable del hombre con Dios, en quien la creación alcanza su cénit.

Podemos vernos representados por los siervos a quienes el Señor encomienda su fortuna, consistente en la apreciable cantidad de los ocho talentos (unos 270 kilos), que les pide que la pongan a producir.

Como pórtico de esta enseñanza, la liturgia de este domingo ha colocado el bello canto a la mujer fuerte, emprendedora y hacendosa. Ella es un ejemplo admirable para los hijos y constituye una satisfacción que llena de orgullo al esposo. Es una trabajadora incansable; inteligente administradora; solícita por el bien de los de la casa e incluso de los pobres que pululan fuera de ella. Éstos son los valores que el poema resalta en la mujer fuerte, sin prestar atención a otras dotes como la hermosura; sí, en cambio, elogia en ella el temor del Señor, que, en último término, es el que orienta y da sentido a toda la actividad humana, desde el momento en que todo cuanto se le atribuye de virtuoso a la mujer fuerte es conforme a la voluntad de Dios, que desea el bienestar y el progreso de los seres humanos.

Los mismos valores que el poema elogia en la mujer fuerte habría que hacerlos extensivos al hombre responsable, que, por su misión de padre de familia, ha de procurar la riqueza de la misma y el bienestar de todos sus miembros.

¿Cuáles son las riquezas de que el Señor nos hace depositarios y administradores? Entiendo que son los bienes materiales y los bienes espirituales.

Por bienes materiales, aludimos a las riquezas, que engloban todos los bienes de fortuna, desde el alimento, el vestido, la vivienda, la educación, la sanidad, la cultura, el ocio… ¡Claro que todos son dones de Dios!, que tenemos que contribuir a acrecentar, no sólo para el disfrute personal, familiar o nacional, sino para el bienestar general de todos los hombres. Todos estamos obligados a aportar nuestras capacidades para incrementar los bienes de la tierra, sirviéndonos de ellos para el común beneficio; no acumulándolos para acrecentar nuestro poder sobre los demás y como disfrute insolidario.

Si me permiten, con una mirada de más largo alcance, salvamos la distancia del tiempo y nos trasladamos al momento creacional. Desde entonces, la realidad ha ido evolucionando, a la manera de un tesoro divino, cada vez más rico y complejo, hasta llegar a formar el planeta tierra capaz de acoger, sostener y acrecentar la vida.

Cuando llegamos los seres humanos, el universo estaba preparado para que nosotros nos hiciéramos cargo de imprimirle un desarrollo de cualidad superior espiritual, introduciendo un tratamiento sofisticado de los alimentos; una confección cada vez más del gusto humano por los vestidos, diseñados no sólo para cubrir y calentar sino para embellecer y gustar; una construcción del hábitat humano cada vez más acorde con los requerimientos humanos. El ser humano no se contenta con satisfacer las necesidades primarias sino que da pábulo a la cultura, las artes plásticas, la música, la danza, el deporte… Todo ello forma parte del desarrollo humano.

Y todos estamos llamados a contribuir al progreso humano, en la medida de nuestras posibilidades, viene a decirnos Jesús en la parábola de los talentos.

El señor de la parábola, que representa a Dios, ha distribuido a los hombres desigualmente su fortuna. Todos hemos sido agraciados con diversa clase de bienes: que nadie diga que no ha recibido nada, pues el mayor bien de que Dios nos ha hecho depositarios es nuestra propia persona. En un punto de la evolución del mundo, el hombre pasó de ser sujeto paciente -fruto de la evolución- a convertirse también en sujeto agente y auténtico colaborador de Dios en la construcción del mundo. Cada ser humano, aun el más insignificante, cuenta como la obra más hermosa, la más valiosa de la creación. El Señor nos ha hecho libres para requerir nuestra colaboración responsable en el perfeccionamiento del mundo. No es asunto de poca importancia: Dios nos ha hecho depositarios de su hacienda y en el tratamiento que de ella hagamos se ventila la suerte del universo; todos somos responsables del éxito de la creación. A cada uno se nos pedirá cuenta de los bienes que se nos han encomendado, pues cada uno podemos aportar algo al bien común.

Hay que decir, sin embargo, que el resultado final de la obra creadora (incluido el hombre) alcanza tales quilates de calidad, pureza y santidad divinas que queda lejos de la capacidad del ser humano; pero, sin embargo, nuestra salvación no tendrá lugar sin nosotros. A cada uno se nos demanda una cooperación proporcionada a nuestras posibilidades.

Modesto García, OSA

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