“Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces; tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra”. Estas palabras del tercer criado de la parábola reflejan bien la actitud de muchos cristianos ante Dios y su responsabilidad en el Reino de Dios a favor de la humanidad. Para ellos, el Señor es un amo exigente y arbitrario, que exige agobiantemente y sin medida, y nos hace sentir esclavos uncidos a un yugo insoportable de mandatos y culpabilidad.
Sin embargo, según la Biblia, Dios no quiere esclavos, sino colaboradores libres y responsables que se comprometen con el plan de promoción y salvación de lo humano, con su ser y su hacer, porque, en definitiva, no se trata de un capricho suyo, sino del propio beneficio de la humanidad.
Ya desde la imagen de Adán en el Génesis (Gen 1,26.28; 2,15), este aparece como persona que cuida la tierra, su tierra. Y esto corresponde a la realidad y vocación más profunda del ser humano: se hace, haciendo –porque no nace “hecho”-. Se reconoce, tiene conciencia de su identidad, haciendo, a través de su actividad consciente y efectiva. Se encuentra pleno, útil, realizado, haciendo. Y en su hacer, “da de sí”, es decir: se descubre más grande que sus propios límites o miedos, y “se da”, porque al hacer, se entrega a sí mismo en beneficio de los demás.
Ser llamado, pues, a la colaboración con Dios en la obra de la creación y la salvación es un privilegio para el ser humano: encuentra en ello, su dignidad (colaborador de Dios), su contribución al bien de las personas y de la creación, su vocación y puesto en la vida.
Quien no vive así, en laboriosidad consciente, filial y fraterna, es, como dice la segunda lectura, un “ser durmiente”, una vida vegetativa.
Los talentos son nuestras cualidades, habilidades, experiencias… pero sobre todo, nuestra propia persona como creyentes. Por lo cual, incluso en las circunstancias de enfermedad o disminución, cuando parece que ya no podemos aportar nada práctico, nuestra manera de ser en fe, esperanza y amor, es una contribución esencial y necesaria.
Esta colaboración responsable e ilusionante, a pesar de las dificultades, no conoce el fracaso. Puede ser que no consigamos resultados visibles, pero sí frutos. El resultado es exterior al trabajador y depende mucho de las circunstancias sobre las que no tiene ningún control. El fruto, nace de dentro, tiene una eficacia misteriosa y transforma, en primer lugar, al que se ha entregado personalmente, a través de su labor, su ingenio y su tiempo. Lo ha hecho más persona y más hermano; más imagen e un Dios “que está siempre obrando” (Jn 5, 17) en favor nuestro.
Esta llamada se dirige a todos y no solo a los que tienen grandes responsabilidades. Es en lo gris de lo cotidiano, donde hay que invertir los talentos. Incluso cuando Dios parezca estar, como el señor de la parábola, tan lejos, que nos ha dejado solos e indefensos en nuestros riesgos. Por ejemplo, en la primera lectura se nos habla de un modelo de mujer que emplea sus talentos. No se puede quedar en referente de la esposa y madre. Abarca a toda actividad realizada por mujeres (y también por varones): el rasgo más importante es que “sabe hacer hogar”, con los de dentro y los de fuera. Igualmente, el salmo nos habla de un modelo masculino (que sirve también para las mujeres), de un hombre que ha sabido hacer familia, hogar y ciudad. Necesitamos de hombres y mujeres así: contemplativos (“los que “temen” a Dios”), que en la acción cotidiana van trasformando nuestro mundo en hogar con Dios en el centro, como Dios mismo lo hace, y gracias a Dios, que nos da recursos, horizontes y ganas para hacerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario