08 agosto 2020

La misa del domingo 9 de agosto

 Miradas al cielo: '' SOY YO. NO TEMÁIS ''

Aquella tarde el Señor Jesús había realizado un signo asombroso al multiplicar cinco panes y dos peces para dar de comer a miles. Este signo había encendido los entusiasmos mesiánicos de la multitud, tanto que se proponían hacerle rey (ver Jn 6,14-15). ¿Acaso no serían sus mismos Apóstoles, testigos privilegiados de aquel milagro asombroso, los primeros en experimentar un intenso entusiasmo? ¿Cuál no sería su asombro, luego de este espectacular signo realizado, signo que confirmaba a todas luces que Él era el Mesías esperado? Con la multitud enfervorizada, luego de correrse la noticia como reguero de pólvora, es de suponer que el Señor Jesús quisiese en primer lugar asegurar a sus discípulos obligándoles a subir a las barcas para ir delante de Él a Cafarnaum y quedar Él solo con la multitud para “despedir” a la gente, para calmar a la multitud enfervorizada. En efecto, podemos suponer que ante el alboroto suscitado el Señor con todo el peso de su autoridad obligó (que eso significa el verbo utilizado por el evangelista: enagkrasen) a sus Apóstoles a separarse de la multitud y marchar en la barca «a la otra orilla».

Luego de obligar a sus Apóstoles a apartarse del lugar de la escena el Señor Jesús «despide» a la gente. El mismo verbo griego que se traduce por “despedir”, apolysas, lo utiliza Mateo también cuando habla de «cualquiera que despide a su mujer» (Mt 5,31; 19,9), en otras palabras, cuando “se divorcia” de ella. No necesariamente es, pues, un despedirse de buenas maneras, ni en buenos términos, sino que entraña más una separación forzosa que implica un rechazo, un firme y decidido “no” a los excitados mesianistas políticos que quieren proclamarlo rey (ver Mt 16,23).

Al caer la noche el Señor sube a solas al monte a orar. Era usual que el Señor Jesús se retirase a orar de noche, y ya en otras ocasiones el Señor había elegido un monte como lugar de oración (ver Lc 6,12; 9,28). El monte era el lugar típico en el que Dios se manifestaba a sus elegidos, como es el caso del profeta Elías (ver 1ª. lectura) o de Moisés. También el Hijo de Dios se dirige a la montaña para el diálogo íntimo con su Padre.

El Señor es un hombre de oración. Y si bien dedicaba largas horas a los momentos fuertes de oración, su oración no se interrumpía pasados esos momentos: su oración se prolongaba en la medida en que permanecía siempre en presencia de su Padre, en sintonía y profunda comunión con Él. Toda su acción era sin duda una oración incesante, un acto de alabanza ininterrumpido al Padre, en la medida en que no buscaba sino llevar a cabo su obra, cumplir fielmente sus designios reconciliadores (ver Jn 4,32).

Mientras Él rezaba, la barca con los discípulos avanzaba con dificultad en el Mar de Galilea. Aquella noche el viento era fuerte y las aguas estaban agitadas. Relata G. Ricciotti que «ya entrada la primavera, es frecuente en el lago de Tiberiades que, después de un día caluroso y sereno, hacia el declinar del sol, sobrevenga desde las montañas dominantes un viento frío y fuerte en dirección sur, viento que continúa y crece más cada vez hasta la mañana, haciendo la navegación bastante difícil».

Ya de madrugada, cuando la luz empezaba a disipar las tinieblas, una figura humana se acerca a ellos caminando sobre el mar. Los discípulos «se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma». ¿Quién en su sano juicio podría pensar que era un hombre de carne y hueso quien se acercaba caminando tranquilamente sobre las aguas? Los seres humanos, los vivos, no caminan sobre las aguas. Es comprensible que pensaran que se trataba de un fantasma, considerando además que este tipo de creencias, como en nuestros días, también eran comunes entre las gentes de entonces.

En la concepción judía de aquella época las aguas eran consideradas como el dominio de la muerte, símbolo de inestabilidad. Dios es reconocido como dueño de los cielos, aquel que «anda sobre las olas del mar» (Job 9,8). Asimismo, para la mentalidad oriental y judía, caminar sobre algo (un país, por ejemplo) o pisarlo significaba ejercer pleno dominio sobre ello. Al caminar sobre las aguas el Señor Jesús expresaba claramente su señorío y soberanía sobre el mar, símbolo del caos y del dominio de la muerte. En clave religiosa, este hecho era una afirmación de su divinidad, otra manera de decir que Él es verdaderamente Dios.

A los asustados discípulos el Señor les dice: «¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!». La expresión griega ego eimí, que en esta versión litúrgica se traduce por “soy yo”, debe entenderse más bien como un “Yo soy”. Al decir “Yo soy” se identifica no sólo como Jesús, sino que de este modo, como dice San Jerónimo, «podían conocer [los discípulos] que el que les hablaba era el mismo que sabían ellos habló a Moisés en estos términos: “Dirás esto a los hijos de Israel: Yo soy me ha mandado a ustedes” (Ex 3,14)». La expresión del Señor Jesús puede entenderse entonces como un “no teman, soy Jesús, tengan confianza en mí, porque Yo soy Dios que está con ustedes”.

A esto Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua». Las palabras de Pedro traducidas como «si eres tú», en griego ei su ei, no tienen un sentido condicional, como quien pone en duda que se trate verdaderamente del Señor Jesús y por ello exige una demostración. En caso de duda, ¿quién en su sano juicio pediría poder caminar sobre el agua como señal de que verdaderamente es quien dice ser? Las palabras de Pedro, en el original griego, expresan en cambio absoluta certeza. El sentido de sus palabras es este: «ya que eres tú, puesto que eres tú, mándame ir hacia ti». Pedro no pide una señal que demuestre que Jesús es verdaderamente quien dice ser, sino que pide ir hacia Él. ¿Le atrae acaso un deseo de participar de su poder, de su señorío sobre el dominio de la muerte y los elementos del caos?

Invitado por el Señor, Pedro se puso a andar sobre las aguas. Mas al sentir la fuerza del viento se llenó de miedo y empezó a hundirse. En su angustia gritó al Señor para que lo salve. Él «extendió la mano, lo agarró y le dijo: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”».

El Señor relaciona el hundimiento de Pedro con un momento de duda, de poca fe y confianza en Él. Al experimentar el ímpetu de las olas y la fuerza del viento, Pedro se deja vencer por el miedo que lo lleva a desconfiar en el Señor. Entonces, de un momento para otro, todo lo que era firme y sólido bajo sus pies deja de serlo, la seguridad que se tenía desaparece para dar paso a una experiencia de total inseguridad y “hundimiento”, de no tener dónde afirmarse, de ahogarse en medio de las aguas turbulentas. Para Pedro, llamado a hallar su consistencia en el Señor Jesús, esta duda significa hundirse en las profundidades del mar, de la muerte, a menos que acuda nuevamente al Señor implorando humildemente su auxilio. Sólo la fe y confianza en Dios le devuelven la solidez y consistencia.

Luego de rescatar el Señor a Pedro, «en cuanto subieron a la barca, se calmó el viento». Se trata de una nueva manifestación del señorío del Señor Jesús sobre las fuerzas de la naturaleza. Él somete los elementos del caos como el viento fuerte y el mar agitado.

Ante tantos signos realizados por el Señor, sobre todo por aquellos que manifestaban un dominio total sobre la naturaleza, «los de la barca se postraron ante Él, diciendo: “Realmente eres Hijo de Dios”». La acción de arrodillarse ante el Señor unida a la confesión “tú eres el Hijo de Dios” obedece indudablemente a que ven en Jesús un poder omnipotente y divino. Más que mostrar un profundo respeto a quien se reconoce como Mesías, se trata de una confesión de su divinidad.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Nuestra vida es como una pequeña barca en medio de la inmensidad del mar, pequeña, frágil, zarandeada a veces por fuertes vientos y tempestades, las pruebas de la vida que nos hacen percibir nuestra inconsistencia. Sin embargo, como no nos gusta sentirnos ni mostrarnos frágiles, y porque tenemos una como “necesidad de seguridad”, hacemos todo lo posible para olvidar esa realidad, aprendemos a ser autosuficientes y a manejarnos en la vida de tal manera que tengamos todo bajo control. Incluso llegamos a manipular situaciones y/o personas para que todo salga “como yo lo he planeado”. Así nos sentimos seguros, tranquilos, dueños de los diversos acontecimientos de la vida.

¿Y cuando las cosas escapan de mi control? ¿Cuando las cosas no suceden como yo esperaba? ¿Cuando inesperadamente muere un ser querido? ¿Cuando fracasa mi negocio o mi matrimonio? ¿Cuando tenía mis planes hechos y percibo el llamado del Señor que cambia todos mis planes? ¿Cuando me toca una durísima prueba? Entonces parece que el suelo bajo nuestros pies se abre, parece que caemos al vacío, el miedo nos invade, queremos pisar firme y no encontramos dónde. ¡Cuánta inseguridad y miedo experimentamos en esos momentos! Y aunque nos esforcemos en demostrar que todo está bien, que somos fuertes, inquebrantables, interiormente sentimos que todo se desmorona.

Es cuando experimentamos las dificultades, la inseguridad, la fragilidad, cuando debemos aprender a mantenernos firmes en la fe. Es entonces cuando hemos de decirle al Señor: “¡Ya que eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas”! Que pueda yo también caminar sobre el mar embravecido de las pruebas que experimento en mi vida. Que pueda, apoyado en ti, sostenido por tu fuerza, caminar con firmeza en medio de todo lo inseguro, de todo lo inestable. Que pueda, hasta llegar a ti definitivamente, afrontar con confianza y sin miedo los vientos más fuertes y las olas más encrespadas de esta vida! Señor, ¡hazme firme en la fe, para que en ti encuentre siempre la seguridad y firmeza que tanto necesito!

En los momentos más difíciles de tu vida, eleva tu mirada al Señor, busca en Él tu fortaleza. Implora el auxilio divino, suplica a tu Padre que te libre de la prueba, pero añade siempre a tu súplica esta otra: «pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). Así, manifestando tu disposición a abrazarte firmemente a la Cruz, serás fiel discípulo de Cristo. Recuerda que el Señor Jesús, en la oración insistente, encontró la fuerza para abrazarse a la Cruz con valentía y serenidad.

Y si no sabes cómo rezar en esos momentos, recuerda que los Salmos son escuela de oración. En ellos aprendemos a rezar como Dios mismo ha querido que recemos, y es que Dios ha inspirado estas bellas poesías-oraciones para enseñarnos a dirigirnos a Él en las diversas circunstancias de nuestra vida. María y Jesús también aprendieron a rezar con los Salmos. El Señor incluso en medio del tormento de la Cruz rezaba con el salmista: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Sal 22[21],2ss), y también: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,46; Sal 31[30],6). Ambos salmos manifiestan en medio de la prueba una profunda confianza en Dios. Así tú también, cuando pases por momentos de prueba y tribulación, cuando te experimentes frágil y débil, pon las palabras del salmista en tu mente y en tu corazón, recitándolos incesantemente con tus labios. (ver Sal 18[17],3-7.32.47; 19[18],15; 27[26],5; 31[30],3-4; 40[39],3; 61[60], 3; 62[61], 3; 7-8; 71[70],3; 94[93],22)

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