27 marzo 2019

EL “SUBVERSIVO” PADRE BUENO DE LA PARÁBOLA

Por Ángel Gómez Escorial
1.- La parábola del Hijo Pródigo es uno de los relatos más bellos de los evangelios. Un viejo comentario de la Iglesia dice que su lectura ha traído más conversiones que las escenas de las vidas de los santos o la descripción de los trabajos de los profetas. Y tiene razón. Es, además, una historia bien trabada, bien llevada como se dice ahora. Demuestra, en principio, que Jesús de Nazaret sabía contar historias, lo cual, sin duda, dejaría absorto a todo su auditorio. El modo narrativo de la parábola era muy usual en la cultura popular de los pueblos semitas y hasta hoy ha llegado esa costumbre a muchas culturas musulmanas. Pero –y todo hay que decirlo— la forma narrativa de Jesús era sencilla y densa a la vez. La historia como tal –por ejemplo esta del Hijo Pródigo— es muy sencilla en su desarrollo. Un joven, inexperto y disipado, decide vivir su vida y alcanzar fama y gloria en otro lugar. La cosa le va mal y compara la situación penosa a la que le ha llevado su ausencia de juicio y de previsión y decide volver. Es verdad que la reacción del padre es inesperadamente generosa, pero visto así puede parecerse a muchas escenas familiares de todos los momentos de la vida corriente de otras épocas. Aunque más de la nuestra que la de tiempos de Jesús, donde la autoridad del padre era total y muy poco compasiva.

2.- Y si por esos tiempos, los oyentes de Jesús identificaron al padre de la parábola con Dios, tampoco hubieran entendido nada, porque la idea que se tenía de Dios pues era parecida a la acuñada del padre de familia: lejano, autoritario, más preocupado por la justicia que por el perdón. Incluso, no lo neguemos, cuando, en privado Jesús de Nazaret explicara a sus discípulos el verdadero significado de la personalidad tierna y amorosa del padre del relato, también les costaría entender el ejemplo narrado, donde ese padre, portador de la suprema autoridad de la familia, había perdido su porte y dignidad, para abajarse a aceptar el gran pecado de su hijo prodigo. Y es que lo más notable dentro del análisis histórico del mensaje de Jesús, en relación con su tiempo, es que fue un gran revolucionario, un subversivo completo que intentaba romper con todos los esquemas de esa sociedad. Pero, en fin, y lo hemos dicho muchas veces, fariseos, escribas, saduceos y sacerdotes habían “domesticado” a Dios, lo habían metido en una jaula de oro para usarle según su conveniencia. Y el principio de autoridad total y de justicia dura era básico en la construcción de los relaciones del pueblo judío de entonces. Pero, claro, se ignoraban los muchos textos de la Escritura, del Antiguo Testamento, donde aparece ese Dios tierno y amante de sus hijos, que está dispuesto a perdonar las constantes ofensas de un pueblo de dura cerviz con tal de que quiera volver a Él y reconciliarse.
3.- El mensaje multiforme y variado de Jesús marca con extraordinaria claridad y precisión el camino del cristiano. Puede decirse que todo está dicho por Él y que la lectura del evangelio –y de sus lógicas concordancias con el Antiguo Testamento— conforma un programa de vida muy claro. Pero la resultante de la vida cotidiana de un cristiano no guarda, en muchas ocasiones, la menor relación con ese mensaje. Los cristianos, a veces, parecen “mejores” herederos de los fariseos que de los discípulos de Jesús –alegres, esforzados y clarividentes— que salieron el día de Pentecostés a predicar el mensaje de paz y de amor del Maestro. Fue San Pablo, quien durante toda su vida, alertó a los creyentes sobre “el peligro de la Ley”. Y ello no era otra cosa que el convencimiento de que la tendencia al fariseísmo estaba muy presente entre los nuevos cristianos. Enseguida surgieron los judaizantes entre las filas cristianas y eso era un no aceptar el mensaje de amor y fraternidad que el cristianismo verdadero llevaba implícito. Y que sin ese amor incondicional ni hay cristianismo, ni parece que Cristo haya existido.
4.- La Cuaresma debe servir –y ello desde la máxima humildad posible— como tiempo, primero de reflexión, y luego de rectificación. Eso es la conversión, sin duda. Y el ejemplo del Padre Bueno que Jesús nos muestra en la parábola del Hijo Pródigo nos ha de servir para que comprendamos que aunque nuestros pecados fueran rojos como la grana Él los tornará blancos como la lana blanca… Y todos, cada uno en nuestro quehacer, debe ser muy cercano al talante del Padre porque, a veces, somos capaces de demandar perdón para nuestras faltas, pero incapaces de perdonar a quién no ha ofendido. Sinceramente, es más fácil arrepentirse que perdonar, porque el peso de la culpa hunde y molesta, pero uno se endurece ante el efecto de la ofensa. Y se buscan muchas razones para mantenerla, más que para comprender al ofensor. Y aunque sea verdad que el ataque contra nosotros hubiera sido tremendamente injusto, ya dijo Jesús de Nazaret que tendríamos que amar a nuestros enemigos, porque si no seríamos como los fariseos. ¿Es lo que somos? ¿Somos fariseos más pendientes de la norma que del amor? ¿Más pendientes de la mota en ojo ajeno que de la viga en ojo propio? Y como decía el principio, inspirándome en una breve nota de un librito de los evangelios ya muy antiguo, con más de sesenta años, la parábola del Hijo Pródigo ha suscitado más conversiones que la lectura de la vida de los santos o de muchos textos del Antiguo Testamento.

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