22 enero 2019

Ne 8, 2-4a. 5-6. 8-10 (1ª lectura Domingo III Tiempo Ordinario)

El Libro de Nehemías (como el de Esdras, con el cual, inicialmente, formaba una unidad) pertenece al período que sigue al regreso de los exiliados judíos de Babilonia.
Estamos en los siglos V-IV antes de Cristo; para los habitantes de Jerusalén, es todavía un tiempo de miseria y desolación, con la ciudad sin murallas y sin puertas, una sombra negra de aquella bella ciudad que había sido.
Nehemías, un alto funcionario del rey Artajerjes, entristecido por las noticias recibidas desde Jerusalén, obtiene del rey autorización para instarse en la capital judía. Nehemías va a comenzar su actividad con la reconstrucción de la muralla (cf. Ne 3- 4) y combatiendo las injusticias cometidas por los ricos contra los pobres (cf. Ne 5). Después, procurará restaurar el culto (cf. Ne 8-9).

En este contexto de preocupación por la restauración del culto es donde podemos situar el texto que se nos propone: Nehemías reúne a todo el Pueblo “en la plaza de la Puerta del Agua”, para que escuche la lectura de la Ley. Se trata de recordar al Pueblo el compromiso fundamental que Israel asumió con su Dios: sólo así será posible preparar ese futuro nuevo que Nehemías sueña para Jerusalén y para el Pueblo de Dios.
La cuestión fundamental sugerida por el texto tiene que ver con la importancia que la Palabra de Dios debe asumir en la vida de una comunidad. Todos los detalles apuntan en ese sentido.
En primer lugar, el autor del texto subraya la convocatoria de toda la comunidad para escuchar la Palabra: hombres, mujeres y niños en edad “de comprender”. La Palabra de Dios se dirige a todos sin excepción, a todos interpela y cuestiona.
En segundo lugar, póngase atención en la cuestión de los preparativos: hay un estrado de madera hecho a propósito que sitúa al lector en un plano superior; después, el Libro de la Ley es abierto de forma solemne y todos se levantan, en actitud de respeto y veneración por la Palabra. Es el ejemplo de una comunidad en la que la Palabra de Dios está en el centro y donde todo se conjuga en función del lugar especial que la Palabra ocupa en la vida de la comunidad.
En tercer lugar, tenemos la descripción del rito: la Palabra es aclamada por la asamblea; después, los levitan leen clara y distintamente; finalmente, explican al pueblo la Palabra de modo accesible, “de forma que comprendieron la lectura”. Tenemos aquí un auténtico manual de cómo debe procederse en una verdadera “celebración de la Palabra”.
En cuarto lugar, aparece la respuesta del Pueblo: enfrentados con la Palabra, lloran. La actitud del Pueblo muestra, ciertamente, a una comunidad que se deja interpelar por la Palabra, que confronta su vida con la Palabra proclamada y que siente, en consecuencia, la urgencia de la conversión. La Palabra es eficaz y provoca la transformación de la vida.
Finalmente, todo termina en una gran fiesta: el día “consagrado al Señor” es un día de alegría y de fiesta para la comunidad que se alimenta de la Palabra.
Considerad, en la reflexión, las siguientes cuestiones:
¿Qué lugar ocupa la Palabra de Dios en la vida de cada uno de nosotros y en la vida de nuestras comunidades? ¿La Palabra es el centro alrededor del cual todo se articula?
¿Encontramos un tiempo para leer, para reflexionar, para compartir la Palabra?
Aquellos a quienes se confía la misión de proclamar la Palabra, ¿preparan convenientemente el ambiente?
¿Proclaman la Palabra con claridad?
¿Reflexionan la Palabra y la explican de forma accesible, de forma que toque el corazón de la asamblea que la escucha?
¿Tienen la preocupación de adaptarla a la vida?
En nuestras asambleas comunitarias, ¿la Palabra es acogida con veneración y respeto, o aprovechamos el momento en el que es proclamada para encender velas a los santos de nuestra devoción, para rezar nuestras oraciones o para “controlar” quién está a nuestro lado?
¿La Palabra nos interpela, nos lleva a la conversión, al cambio de vida, o la Palabra es sólo para los demás?

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