Por Gabriel González del Estal
1.- Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados… Y verán todos la salvación de Dios. El bautismo que predicaba Juan, para el perdón de los pecados, siempre fue un bautismo de conversión. La palabra <bautizar> significa literalmente <sumergir>. Al bautizando se le sumergía en el agua y dentro del agua dejaba todos sus pecados, salía del agua limpio de todo pecado. El bautismo cristiano añade a este bautismo de conversión, de perdón de los pecados, la recepción del espíritu, del Espíritu de Jesús. Según las palabras del relato evangélico según san Lucas, que leemos este domingo, los pecados de los que debía convertirse todo bautizando eran: “allanar los senderos” que conducen a Dios. Para eso, había que “elevar los valles”, es decir, levantar el ánimo, avivar constantemente nuestro deseo de perfección. Hacer que “desciendan los montes y las colinas”, es decir, abajar nuestro orgullo, nuestra soberbia y nuestra vanidad. Que “lo torcido se enderece”, es decir, que nuestros vicios, nuestras malas inclinaciones desaparezcan de nuestras vidas y sean sustituidas por las virtudes, con una aspiración constante hacia la santidad. Que “lo escabroso se iguale”, es decir, suprimir nuestras inconstancias, los altibajos en nuestro comportamiento, todo lo que suponga un obstáculo en nuestro caminar hacia Dios. Si hacemos todo esto, nos encontraremos con Dios, o mejor, Dios se encontrará con nosotros y nos salvará. Juan, el bautista, nos enseñaba con su ejemplo todo lo que predicaba: era humilde, austero, valiente, constante por su esfuerzo en alcanzar la santidad a la que aspiraba. Así él, el precursor, preparó el camino de Cristo y él fue el que, con el dedo, señaló a sus discípulos quién era el verdadero cordero de Dios, Cristo Jesús. Nosotros, que somos ya cristianos, sigamos el ejemplo de san Juan Bautista y así caminaremos en la dirección correcta hacia la recepción del Espíritu Santo, y Dios nos encontrará y nos salvará.
2.- Jerusalén, Dios te dará un nombre para siempre: “paz en la justicia” y gloria en la piedad” … Contempla a tus hijos, gozosos invocando a Dios. Más que un comentario histórico de este pasaje del Libro de Baruc, referido a Jerusalén, yo prefiero que nos lo apliquemos a cada uno de nosotros. El salmo 184 dice que la justicia y la paz se besan, se abrazan, y es que ni en un pueblo, ni siquiera en una persona particular, puede haber paz si no hay justicia y no puede haber justicia si no hay paz. Paz interior y paz exterior, porque las guerras y toda división fratricida producen siempre peleas e injusticias. Procuremos, pues, vivir en paz con nosotros mismos y con los demás y procuremos igualmente ser personas justas en todas nuestras acciones y comportamientos, dentro de la propia familia, con los amigos, con los conocidos, y con el Estado en el que vivimos y convivimos. Para conseguir esto necesitamos ser suficientemente generosos, es decir, luchar continuamente contra el egoísmo que hay en cada uno de nosotros desde que nacemos.
3.- Hermanos, siempre que rezo por todos vosotros lo hago con gran alegría, porque habéis sido colaboradores míos en la obra del evangelio desde el primer día hasta hoy… Testigo me es Dios de lo entrañablemente que os echo de menos, en Cristo Jesús. Los primeros cristianos de Filipos ayudaron mucho a san Pablo, incluso hasta con ayuda económica. San Pablo les tenía un especial cariño. También nosotros, creo yo, debemos ser siempre agradecidos a los que nos ayudan, de cualquier manera que sea. Y no nos dé reparo alguno en decírselo clara y abiertamente; cuando de verdad queremos a una persona debemos decírselo, porque a nadie le disgusta que le digan que le están agradecido y que le quieren. Es bueno que ayudemos a los demás siempre que podamos, en cualquier cosa que lo necesiten; de bien nacido es ser agradecido. Y hagámoslo con alegría y con generosidad.
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