La fiesta de la Inmaculada o de la Purísima, como también se la suele denominar, que celebramos en esta Eucaristía, nos habla de una manera clara y palmaria de la absoluta fidelidad de María a los planes de Dios.
Nunca se oscureció la clara conciencia de María respecto al cumplimiento de lo que Dios le iba pidiendo a lo largo de su vida. No hubo pretextos ni excusas, solo firme decisión de llevar hasta las últimas consecuencias su “hágase en mi según tu palabra” pronunciado en el momento de la Anunciación.
Siempre fue fiel, de ahí lo de Inmaculada, la limpia, la siempre limpia de torceduras de los planes de Dios.
La Iglesia, nosotros los creyentes, no podemos por menos de dedicar nuestro homenaje a tanta fidelidad en su entrega al plan de la Salvación llevado a cabo por su hijo Jesús.
En el saber atemporal de Dios, María, en el saludo que la hace el ángel de parte de Dios, aparece como “La llena de gracia”.
Sí, pero no como acción destructora de su libre voluntad -lo cual le eliminaría toda posibilidad de mérito- sino como manifestación de su eterno saber sobre la absoluta fidelidad de aquella jovencita que, fiándose de la palabra de Dios, se introducía en la empresa más grandiosa y temeraria de la historia de la humanidad.
Imitémosla en su fe absoluta, en su grandiosa fortaleza, en su inquebrantable fidelidad a Dios para que algún día el Señor, su Hijo, nos pueda decir como a Ella: bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica.
Que así sea.
Pedro Saez. Presbítero
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