La sección del evangelio de Marcos que va de 8, 22 a 10, 52 contiene una serie de indicaciones sobre el discipulado. De ella han sido tomados los textos de los últimos domingos: el de hoy subraya un punto central.
El camino del discípulo
En varias ocasiones Marcos menciona, en la sección a que nos hemos referido, que Jesús y sus discípulos «iban de camino» (8, 32). Seguir al Señor significa ponerse en marcha; con esa clásica imagen bíblica el evangelista busca comunicarnos lo que entiende por el discipulado. Se trata de una ruta en la que hay avances y retrocesos, claridades y oscuridades. Marcos tiene una aguda conciencia de la complejidad del proceso; insobornable, nos hace ver con frecuencia las deficiencias en la fe de los discípulos.
Dos de los más cercanos seguidores de Jesús muestran su confusión diciéndole: «Concédenos sentarnos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (v. 37). El Señor responde preguntando si podrán, como él, pagar el precio de sufrimientos y muerte («cáliz» y «bautismo») por anunciar el Reino de vida (cf. v. 3940). Este anuncio ya había provocado el rechazo inicial de Pedro (cf. 8, 31-32). Entrega a los otros y no gloria personal es lo que Cristo, «siervo sufriente» (cf. Is 53, 10-11) propone a sus seguidores (cf. Mc 10, 39-40).
El sentido del poder
Los discípulos se indignan contra Santiago y Juan, no por equivocarse sobre la significación del mensaje del Mesías, sino por haberse adelantado a pedir lo que en el fondo todos ellos deseaban (cf. v. 41). En efecto, no se entiende fácilmente lo que implica acoger el Reino; una de las graves perversiones del discípulo es creer que nuestra condición de cristianos o nuestras responsabilidades en la Iglesia nos dan un poder de «señores absolutos» (v. 42) sobre otras personas. Es decir, de gloria personal según las categorías dominantes entre los grandes de nuestra sociedad (cf. v. 42).
Jesús, el Mesías, trastoca el orden imperante. Buscando hacer avanzar a sus discípulos en el camino que han iniciado, les dice que el grande es el servidor, y el primero es «el esclavo de todos» (v. 43-44). Se trata de la inversión mesiánica que constituye, como sabemos, un elemento central del mensaje evangélico. Esto empieza con el Señor mismo que, hecho uno de nosotros (cf. Heb 4, 14-16), no ha venido a ser servido sino a servir.
Servicio no quiere decir aceptar pasivamente que las cosas sigan como están. Servir implica iniciativa y creatividad, conocimientos y esfuerzos por construir un mundo humano, justo y fraterno. Lo que el evangelio rechaza es el poder como dominación, ansia de ser reconocidos como «jefes», no el poder comprendido como solidaridad eficaz.
En este tiempo, la situación de hambre en que viven los dos tercios de la humanidad, así como la constante violación de los derechos humanos por gobiernos autoritarios, nos lleva con urgencia a poner al servicio de los marginados lo que somos y tenemos y a transformar un presente de injusticia y de exclusión de muchos.
Gustavo Gutiérrez
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