Después de la enseñanza sobre el servicio del domingo pasado, en su subida a Jerusalén, cuando ya están cerca de la Ciudad Santa, al salir de Jericó, Jesús se encuentra con un ciego llamado Bartimeo, sentado al borde del camino. Aquel pobre hombre abrió primero los ojos de la fe al reconocer a Jesús que pasaba por allí, y después Jesús le abrió los ojos de la cara para poderlo seguir.
1. “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Esta es la petición del ciego Bartimeo. Era pobre, no tenía nada, vivía en la miseria debido a su ceguera, y estaba al borde del camino pidiendo limosna. Pero su ceguera no le impide reconocer a Jesús que pasa por allí. En su grito de auxilio, Bartimeo confiesa la fe en Jesús como Mesías al llamarle “Hijo de David”. Es sorprendente que aquel ciego, que no veía lo que pasaba por delante de él, sin embargo sí reconoce y confiesa a Cristo como salvador. Por eso le pide con insistencia que tenga compasión de él, pues sabía que Jesús era el único capaz de sanar de verdad su ceguera. Es de destacar que Bartimeo insiste en su intento de llamar la atención de Jesús, a pesar de que le regañaban para que se callara. El grito de aquel ciego era un grito sincero de petición de auxilio. Tantas veces nuestra vida se parece a la que aquel ciego. Tantas veces nosotros estamos echados al borde del camino de la vida, ciegos, sin ser capaces de ver ni de reconocer lo que sucede a un palmo de nuestros ojos, ciegos quizá por la tristeza, por el egoísmo, por nuestro afán de tantas cosas… Pero sin casi darnos cuenta Jesús pasa por nuestra vida. Le sentimos a nuestro lado, y en medio de tantos ruidos elevamos nuestro grito suplicante: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí. Tantas veces en nuestra vida hemos de gritarle a Dios, como Bartimeo: Jesús, ¿no me escuchas? Estoy mal, necesito de ti, ¡ayúdame! A veces no lo hacemos por vergüenza, o por soberbia, o por pereza. Pero qué necesario es que nos pongamos ante Dios y le gritemos, como aquél ciego, para que nos escuche, con fe, reconociéndole como al Mesías y Señor, y reconociéndonos como necesitados de su misericordia.
2. “Ánimo, levántate que te llama”. Por fin la súplica de Bartimeo ha obtenido respuesta. Jesús lo escucha y lo manda llamar. Alguien, quién sabe si algún amigo, o algún extraño que pasaba por allí, anima al ciego para que se levante y vaya donde Jesús. Y Bartimeo, a toda prisa, olvidándose de toda prudencia, se levanta inmediatamente, tira el manto con el que cubría su débil cuerpo ante el frío, y se dirige directamente a Jesús. Igual que Jesús llama a Bartimeo, también Él se acerca a nosotros, en el borde del camino de nuestra vida, y nos llama. Dios siempre escucha nuestros gritos de auxilio cuando son de verdad una oración suplicante que nace de la fe, del reconocimiento de Cristo como el verdadero Mesías. Nos llama para que vayamos donde Él, pues quiere que nos acerquemos a Él para obrar el milagro. No basta con que desde la distancia le supliquemos y Él haga el milagro desde lejos. Jesús quiere que primero nosotros nos acerquemos a Él. Qué necesario es que, para que Dios pueda obrar maravillas en nuestra vida, primero abandonemos nuestra comodidad, nos pongamos en pie y nos acerquemos a toda prisa. Es entonces, y sólo entonces, cuando Cristo actúa en nuestra vida.
3. “¿Qué quieres que haga por ti?”. Fíjate que es la misma pregunta que el domingo pasado Jesús hacía a los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan. Pero en aquella ocasión los dos hermanos fueron egoístas y pidieron tan sólo honor y poder, es decir, sentarse al lado de Jesús en la gloria. Sin embargo, Bartimeo muestra su sencillez de corazón, su recta intención, cuando pide a Jesús tan sólo (¡ni más ni menos!) poder ver. Y así Jesús obra el milagro y le devuelve la vista al ciego. Es la fe, dice Jesús, la que ha curado a Bartimeo, pues aunque él no veía con los ojos de la cara, sin embargo sí tenía bien abiertos los ojos de la fe reconociendo a Jesús cuando pasaba por su vida. Jesús ha cumplido así lo anunciado por el profeta Jeremías en la primera lectura de este domingo: alegraos y regocijaos porque el Señor viene a salvar a su pueblo. La vista que recobra el ciego es signo de la salvación que Dios ha traído a la tierra con su encarnación y con su muerte y resurrección. Así, Jesucristo es el sumo sacerdote que el autor de la carta a los Hebreos nos presenta en la segunda lectura, pues él ha traído con su sacrificio la salvación al mundo entero.
Que Dios encuentre en nosotros aquella misma fe del ciego Bartimeo, que sepamos reconocerle cuando pasa por el borde del camino de la vida, que le gritemos con insistencia, como Bartimeo, pero sobre todo con su misma fe, que sepamos pedirle no de forma egoísta, sino que con un corazón sencillo le supliquemos que nos devuelva la vista, que nos cure de nuestras cegueras, para así poderle reconocer en cada momento de nuestra vida, y como el ciego Bartimeo le sigamos llenos de alegría.
Francisco Javier Colomina Campos
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