El tema del divorcio se planteaba en el judaísmo, en tiempos de Jesús, de forma muy distinta a como se plantea en nuestro tiempo. El derecho a divorciarse estaba exclusivamente de parte del hombre. Los casos en los que la mujer podía demandar el divorcio eran muy escasos y de difícil aplicación. Y para complicar más las cosas, el rabino Hillel interpretaba la ley de Moisés (Dt 24, 1) de forma que cualquier cosa que desagradara al marido, le daba derecho a este para repudiar a la mujer. Además, el texto del Deuteronomio se ha de leer completo, ya que el texto entero (Dt 24, 1-4) lo que considera abominable es que el marido de la divorciada se case de nueva con ella, si es que ella ha tenido un segundo marido. Era un problema de “pureza ritual”, no de indisolubilidad matrimonial.
La pregunta de los fariseos no era la pregunta por el divorcio, tal como ahora se plantea, sino la pregunta por la desigualdad de derechos entre el hombre y la mujer. Es decir, los fariseos preguntaban si los privilegios del hombre eran prácticamente ilimitados, como defendía la escuela teológica de Hillel. Ahora bien, eso es lo que Jesús no tolera. La desigualdad de derechos está directamente en contra del Evangelio. Además, se debe recordar que los cristianos, por lo menos hasta el s. VIII, se casaron como todos los ciudadanos del Imperio. Y en cuanto a la indisolubilidad, el papa Gregorio II, en 726, permite el divorcio, como consta en una carta del mismo papa (Migne, PL 89, 525).
Jesús argumenta (en pro de la igualdad de derechos) recurriendo al proyecto original de Dios: que el hombre y la mujer no son dos, sino una sola carne, es decir se funden en una unidad que es tanto como decir una perfecta igualdad en dignidad y derechos, por más que sean tan patentes las diferencias. La diferencia es un hecho. La igualdad es un derecho. Deducir de este evangelio lo que Jesús no pudo pretender decir, ya que ni se lo preguntaron, es manipular (por ignorancia) lo que dijo Jesús.
José María Castillo
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