30 septiembre 2018

Domingo XXVI de Tiempo Ordinario

Palabra
Se puede ser tolerantes y comprensivos sin perder identidad. En una sociedad democrática y plural como la nuestra, uno de los valores mejor vistos es la toleranciada lo mismo ser cristiano o musulmán o hindú o agnóstico.
¿Cómo tener un corazón grande para con todos, sabiendo que Dios tiene muchos caminos, valorando cualquier granito de buena voluntad y, a la vez, mantener una fidelidad irrevocable ante Dios y la propia conciencia, cuando de la Vida se trata, como dice el Evangelio de hoy?
Ser capaces de percibir el Reino fuera de la Iglesia, en los que luchan incluso contra ella, fuera de mi pequeño círculo de identidad particular. ¡Somos tan propensos a crear partidos y a excluir a los otros dentro de la Iglesia misma!

De esto nos habla la Palabra de hoy.
El salmo responsorial ora con la ley, signo de identidad, camino para cumplir la voluntad de Dios; pero pide, al mismo tiempo: «Preserva a tu siervo de la arrogancia; así quedará libre e inocente del gran pecado». Demasiadas veces la Palabra de Dios, el tesoro de nuestra identidad, ha servido para ponernos por encima de los demás, condenarlos y, además, reivindicando el honor de Dios. Ha servido incluso, suele servir, para apropiarnos de Dios y creernos con derechos ante El.
Vida
La síntesis entre tolerancia e identidad, respeto al otro y auto-exigencia, tiene muchas aplicaciones en la vida ordinaria:
– En la educación de los jóvenes.
– ¿Con qué grupo intraeclesial nos sentimos incómodos y murmuramos de él con frecuencia?
– En la política.
– En nuestras relaciones sociales. Nos movemos dentro de un determinado grupo, y desde él nos erigimos en jueces.
– En la conducta. Confundimos coherencia con rigidez; o lo contrario, la fidelidad se nos diluye en una vaga buena voluntad.
El discípulo de Jesús sabe lo que quiere, opta cada día «con determinación»; pero distingue lo esencial y absoluto de lo relativo, condicionado por las circunstancias.
Javier Garrido

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