El hermoso día
estaba como mandado a hacer para hacer el centro urbano de la ciudad de
Portland.
Éramos un grupo de consejeros de un campo
de verano haciendo uso de nuestro día de
asueto, alejados de los veraneantes y dispuestos a divertirnos un rato. A la
hora del almuerzo le pusimos el ojo a un bello parque en el centro de la
ciudad. Como todos teníamos un antojo diferente cada cual se fue a buscar lo
que quería para comer, después de acordar que nos encontraríamos en el parque
poco después.
Cuando mi amiga Robby se encaminó hacia un
carrito de perros calientes, decidí hacerle compañía. Observamos cómo alrededor
el vendedor elaboraba un perro caliente perfecto, tal y como ella lo deseaba.
Sin embargo, el vendedor nos sorprendió cuando ella se dispuso a pagarle.
“Ese perro se ve un poco frío”, dijo el
señor. “Guarde su dinero. A usted le tocó el perro caliente gratuito del día”.
Le dimos las gracias y nos fuimos a reunir
con los demás amigos para saborear juntos nuestras viandas.
Pero mientras comíamos y charlábamos me
llamó la atención un señor solitario sentado cerca de nosotros, que parecía
observarnos. Se veía desaseado. Otra persona sin hogar y a la deriva, como
tantos que se ven en las ciudades, me dije sin darle mayor importancia.
Al terminar de almorzar nos preparamos para
seguir nuestro periplo turístico, pero cuando Robby y yo nos acercamos al
canasto de basura para arrojar los restos del almuerzo, escuché una sonora voz
queme decía: “¿Será que queda algo de comida en esa bolsa?”.
El dueño dela voz era el hombre que nos
había estado observando. Me sentí incómodo y le dije: “Infortunadamente, ya no
queda nada”.
“¡Qué pesar!”, fue todo lo que dijo, sin
vergüenza alguna. Era evidente que tenía hambre que no le gustaba ver comida
desperdiciada y que estaba acostumbrado a formular la pregunta anterior.
La situación me incomodó, pero no supe cómo
reaccionar. En ese momento dijo: “Ya vuelvo. Esperame un momento”, salió
corriendo. Quedé intrigado al verla dirigirse hacia el carrito de los perros
calientes.
De repente, caí en cuenta de lo que se
proponía. Compró un perro caliente, regresó y se lo dio al señor hambriento.
Simplemente se limitó a decir:
“Sólo estaba transmitiendo la bondad que
alguien tuvo conmigo”.
Ese día aprendí que la generosidad puede ir
más allá de la persona que la recibe. Al obsequiar, estamos enseñando a los
otros a ser dadivosos.
Andrea
Hensley
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