30 agosto 2018

MARISA NORIEGA CÁNDANO
Al realizar mis estudios de Teología Feminista, aprendí poco a poco a deconstruir el bagaje cultural heredado y a transformar mis creencias y mi manera de actuar, aunque soy consciente que aún me falta mucho por avanzar.
Lo primero que me sacudió profundamente fue el darme cuenta de cuán encasillada, limitada y equivocada estaba mi manera de ver y concebir el mundo. Es decir, la cosmogonía bíblica que heredé no me permitía ver más allá de un dualismo opuesto: hombre-mujer, cielo-tierra, cuerpo-espíritu, pureza- impureza, mal-bien, dominador-dominado. En este modelo el varón siempre ocupó la parte positiva y superior y la mujer la negativa e inferior. Y después me percaté de que la exclusión y marginación afectan más allá del sexo, la raza, la edad, el estrato social, el color de piel, la creencia, etc.

Entre otras cosas, lo que me ayudó a ir saliendo de esa manera reducida de entender la vida, fue que empecé a adquirir e incorporar herramientas de análisis a la hora de leer y de interpretar los textos bíblicos, sobre todo. Estas herramientas o hermenéuticas conforman un método de análisis crítico feminista de la liberación, así nombrado y desarrollado por la teóloga Elisabeth Schüssler Fiorenza.
Estas hermenéuticas son: la de la sospecha, la de la evaluación crítica, la de la imaginación creativa, la de la experiencia, la de la dominación y la ubicación social, la de la remembranza y la reconstrucción, y la de la acción transformadora para el cambio.
Me propongo elaborar la presente reflexión por un lado, más allá de una Malinche traidora o heroína, buena o mala, y por el otro, más profundamente, que nos muestre abiertamente cuán similares son las experiencias que vivimos cotidianamente las mujeres, sin importar la época. Así como emplear de manera entretejida las hermenéuticas que nos permitan imaginar de manera creativa y crítica a la Malinche, que simbólicamente representa a muchas mujeres, si no representa a todas. Y de esta manera podernos liberar de los prejuicios dualistas y ser capaces de ver aquello que nos une como personas, e integrar la riqueza de las diferentes interpretaciones sin pretender imponer una única verdad.
También quiero invitarles a que me ayuden desde sus experiencias a sospechar y a reconstruir esta reflexión, para que juntas y juntos ampliemos el prisma de nuestra mirada sobre este legendario personaje, que sigue siendo vigente y actual porque nos confronta con situaciones que experimentamos a diario, y que nos revela que hemos avanzado en unos aspectos, pero en otros, tristemente tales como la violencia hacia las mujeres, hemos cambiado muy poco, y que el sistema de dominación, sin importar quien esté en el poder, se perpetúa.
Para empezar, por un lado hay que recordar y por otro imaginar: ¿cómo habrá sido la infancia de Malinalli, en qué ambiente creció, qué pensaba, qué sentía, qué soñaba, qué educación recibió, qué relación tuvo con sus padres, cuáles eran sus creencias?
Según cuenta la historia, la Malinche nace en la región de Painala, actualmente Coatzacoalcos, Veracruz, alrededor del año 1500. Hija de un cacique del imperio azteca, su lengua materna era el náhuatl. Malintzin, durante los primeros años de su infancia, recibió la educación de su abuela paterna con quien mantenía una estrecha relación y quien desde su ceguera, le enseñó a ver la vida no sólo con los ojos físicos, sino a percibirla de una manera mucho más profunda, despertando y potenciando todos sus sentidos y su corazón. Podemos sospechar e imaginar que Malinalli, a consecuencia de esas enseñanzas y experiencias tan estrechas que mantuvo con la naturaleza y con todo aquello que la rodeaba, debió convertirse en una mujer «observadora», intuitiva, reflexiva y receptiva, además de apasionada por la vida, fuerte e inteligente, y que conservó su capacidad de asombro hasta el último día. Actitudes que debemos cultivar todas las personas.
Sabemos también, que a la muerte de su padre, su madre se vuelve a casar y su padrastro la vende como esclava a un cacique de Tabasco, experiencia común y vigente que atraviesan miles y miles de mujeres: el ser usadas como meros objetos de cambio, el pasar de mano en mano de patrones que se consideran sus dueños y que pueden disponer y abusar de ellas en el momento que les plazca. Y descartarlas cuando les dejan de ser útiles.
Imaginemos qué pudo haber experimentado esta jovencita al llegar a un lugar nuevo sin conocer a nadie, al ser despojada de sus raíces, sabiendo que no volvería a ver a los suyos. Se habrá sentido como una extraña, ajena a ese lugar, además de ser coartada de su libertad, sin ser escuchada ni tomada en cuenta. Seguramente tuvo miedo, pero gracias a las enseñanzas de su abuela y a sus propias cualidades y fortaleza, fue capaz de resistir y de defenderse ante esta situación tan dramática. Aprendió la lengua maya que más tarde le sería de gran utilidad.
A mi modo de ver, Malinalli empleó su capacidad reflexiva para discernir y darse cuenta que su entorno no sólo era hostil, sino injusto, ya que los Mexicas conquistaban muchos pueblos, acabando de manera sanguinaria con sus guerreros y tomando a las mujeres como trofeos de guerra, para después sacrificar cruentamente a las doncellas y ofrecerlas a los dioses. Más aún, siendo una apasionada por el respeto a la vida, se opuso rotundamente a este sistema que determinaba que la mujer no valía nada como persona, además de que imponía cuál era la voluntad de los dioses y la cantidad de sangre que necesitaban para su supervivencia. Vivió convencida que urgía un cambio político, social y espiritual. Sabía que la época más gloriosa de sus antepasados había tenido lugar durante el tiempo del dios Quetzalcóatl –el más grande opositor a los sacrificios humanos– y por ello, ella esperaba y ansiaba su regreso.
Considero que Malinalli fue realista e ingenua y luchó por conseguir este cambio, aunque como es lógico, se vio influida por el contexto en el que vivía y por las creencias de su época. ¿Quién no lo está? Ella confiaba en la posibilidad de un mundo mejor, de un mundo nuevo, más justo, sin violencia.
Pero, al igual que la mayoría de sus contemporáneos, creyó que Cortés podía ser el regreso de Quetzalcóatl, es decir un dios que venía a salvarles, y que incluso eliminaría los sacrificios humanos.
En este punto quiero detenerme y contrastar esa creencia, o más bien su interpretación, con la misma que las cristianas y cristianos hemos heredado y recibido de nuestra religión dualista y patriarcal durante siglos. Desde mi experiencia –y estoy segura de que no soy la única, ya que fui catequista más de 25 años– el creer en un Dios concebido como padre, varón todopoderoso, ha causado mucho daño, ya que ha contribuido a asociar al varón con «ese dios» que les ha hecho superiores, y a las mujeres las ha hecho portadoras del mal, de la tentación y del pecado. Además de habernos infantilizado a los seres humanos en general, haciéndonos dependientes de un «padre-varón-todopoderoso», del cual debemos esperar de manera pasiva, «la condena, o la salvación, el infierno o el cielo»…
En lo personal, considero que Malintzin, fue una persona rompedora en muchos sentidos con los estereotipos de su época, que quiso unir lo mejor de las dos culturas, que trascendió la dualidad, ya que en su persona se hizo patente que las diferencias nos enriquecen, desde lo más sencillo y cotidiano, como los sabores, los aromas, los colores, así como también a través de la riqueza del vocabulario que adquirió y de la mezcla de las lenguas que aprendió y de la sangre que corrió por sus venas.
Me parece que Malintzin fue fiel y congruente consigo misma, que nunca pensó ni quiso traicionar a los suyos, que miró el mundo como ella misma era, y por ello creía poder liberar a su gente, hacia quien mantuvo su lealtad, y confió por un momento que «hablaba el mismo idioma que sus conquistadores».
Sobre los hombros de la Malinche, recae un gran peso que considero injusto, producto de la tradición dualista patriarcal: el complejo mexicano que se considera «hijo e hija de la chingada», de esa mujer que se prostituyó, y se dejó prostituir sin más. En lugar de ver en ella un símbolo de humanidad nueva, capaz de trascender la ambivalencia y de emplear el poder, no sobre, sino a favor de los demás para elevarles y dignificarles.

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